Los ritos de paso de Vicente Valero

'Las transiciones' son tres en este libro: la de la infancia a la madurez, la del franquismo y la del autor de poeta a narrador

DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

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Por lo menos hay dos transiciones en esta nouvelle de Vicente Valero (Ibiza, 1963) con la que él mismo culmina su transición (y esta sería la tercera) de poeta a narrador iniciada con los tres espléndidos relatos de 'El arte de la fuga' (2015). Una de esas transiciones es individual y vieja como el mundo, puesto que consiste en el paso de la niñez a la madurez a través del tumultuoso puente de la adolescencia. La otra es colectiva e histórica y suele escribirse con mayúscula: la Transición de la dictadura franquista a la democracia a través del turbulento pasaje de 1975 a 1982. Valero superpone ambos procesos mediante un narrador isleño y escritor que rememora el día del entierro, allá por los noventa, de Ignacio, el amigo díscolo de la pandilla. La ocasión propicia el reencuentro, tras mucho tiempo y por unas horas, con los otros dos miembros del grupo infantil, con quienes, entre copas, va evocando sucesos y personas del pasado, con alguna anécdota que, con el concurso de las memorias parciales, se completa y adquiere valor simbólico. 

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Las dos transiciones están presentadas de manera oblicua, a través de pequeños acontecimientos que delatan el imperio de una autoridad temible y opresiva. En un caso es el director de la escuela y la amenaza de expulsión que pesa sobre los colegiales que traficaban con fotos eróticas; en el otro es el propio dictador, el Caudillo de vocecita aflautada, para el que don Alfonso, el abuelo de Ignacio, hubo de hacer de chófer y guía en la isla.

La historia menuda y la Historia colectiva están bien entrelazadas, como lo estuvieron la situación política y las vidas cotidianas de los ciudadanos de entonces. La implicación de unos muchachos en la propaganda de la UCD de Adolfo Suárez (que podría haber sido el PSOE o el PSUC) no es ninguna fantasía, porque la excitación de las primeras elecciones democráticas alcanzó incluso a quienes aún no tenían la edad de votar. La lógica del relato, que discurre firme y exento de nostalgia, es irreprochable y de ella forma parte la justificación interna de su existencia. Pero la Transición, que tanta fiebre interpretativa está provocando, sigue a la espera de la gran novela que la codifique. Esta no lo pretende y eso mismo hace grata la lectura.