ESTRENO EN EL ROMEA DE UN CLÁSICO DE ARTHUR MILLER
La tragedia de Eddie Carbone
Eduard Fernández es el faro que impulsa 'Panorama des del pont' en la sobria versión del director francés George Lavaudant
José Carlos Sorribes
Periodista
JOSÉ CARLOS SORRIBES
Caro de ver en un teatro, la presencia de Eduard Fernández en 'Panorama des del pont' era un aliciente capital de la obra de Arthur Miller que George Lavaudant ha estrenado en el Romea. El resultado ratifica este apriorismo con un recital de recursos del actor. Es tal que lleva a pensar, y más con la óptica que pone a su versión el prestigioso director francés, que la pieza bien podría titularse 'La tragedia de Eddie Carbone'.
Nueva York, 1955. Puerto de Brooklyn, lugar de peones de origen italiano y de desembarco de inmigrantes ilegales en busca del sueño americano. Por ahí se mueve el cuarentón Eddie, un estibador que vive con su mujer Beatrice (Mercè Pons) y la sobrina de esta, Catherine (Marina Salas), a la que él adora. Tanto que se resiste a que se emancipe con un trabajo en la otra punta de la ciudad.
DESATADO POR LOS CELOS
Su desasosiego aumenta cuando acoge, y esconde, en su casa a dos hermanos sicilianos –sobrinos de Beatrice- llegados en busca de fortuna: el seductor Rodolfo (Marcel Borràs) y el responsable Marco (Pep Ambròs). Catherine y Rodolfo pronto intiman, lo que turbará sobremanera al celoso Eddie. Su niña, de la que está enamorado, quiere volar lejos del nido. El abogado Alfieri (Jordi Martínez), narrador omnipresente, intentará sin éxito evitar un desenlace fatal.
Lavaudant pone todo el foco en la tragedia de un tipo anclado en códigos arcaicos, más bien carcas, alguno de los cuales él mismo acabará traicionando. Así, el resto de personajes actúan como satélites. No significa, sin embargo, que Pons y Martínez no luzcan su bagaje y que los jóvenes Borràs y Ambrós tengan sus momentos. Salas pone toda la energía, a veces impetuosa en exceso, en el difícil rol de la sobrina que vuelve loco a su tío. Fernández es el rey de la función porque llega a ser un actor poseído por su personaje en una transmutación que flirtea con un histrionismo sobreactuado. Pero sale victorioso y se convierte en el imán de un montaje convencional y sobrio -como su escenografía-, que se desarrolla a buen ritmo, con algún efecto sonoro innecesario y de conclusión atropellada.
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