Los libros de Alice Munro, vistos por los críticos de EL PERIÓDICO

Diez años de reseñas, desde 'Como la vida misma' (2003) a 'Mi vida querida' (1/5/2013)

ALICE MUNRO

ALICE MUNRO / periodico

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'Mi vida querida' / 'Estimada vida' (RBA / Club Editor, 2013)

"Solemos decir que hay cosas que no se pueden perdonar, o que nunca podremos perdonarnos. Y sin embargo lo hacemos, a todas horas". Así cierra la escritora canadiense Alice Munro (1931) el último de sus cuatro relatos autobiográficos, 'Vida querida', que a su vez cierra este precioso volumen que, sin esfuerzo, podría haberse titulado 'Sin perdón'. ¿Qué es lo que hacemos? ¿Perdonarnos o cometer pecados, cosas imperdonables? Munro no fue al funeral de su madre, con la que mantenía una relación compleja, contradictoria. Y del mismo modo imperdonable, en 'Llegar a Japón' la protagonista se acuesta con un hombre al que acaba de conocer dejando sola a su hija en el compartimento del tren que las conduce a Toronto; en 'Amundsen' una maestra sigue enamorada del médico que la sedujo y la abandonó cuando estaban a punto de casarse; en 'Orgullo' un contable con labio leporino prefiere vender su casa a admitir que está enamorado y no puede superar sus complejos; y en 'Tren' un padre decide suicidarse cuando descubre que se siente atraído por su hija.

Si no fuera porque sus cuentos son crudos y huyen del sentimentalismo como de la peste, cualquiera diría que Munro es una moralista. Que cree que quien la hace, la paga. Pero no, no se trata de eso: se trata de hablar de la imposibilidad de romper con nuestro destino a pesar de que nos peleemos con él. Se trata, en fin, de aceptar que el amor nos hunde y nos reflota a un tiempo; de asumir que sufriremos y haremos daño por igual, y que en eso se reafirma la naturaleza humana.

Cuando Munro nos introduce su cuarteto 'Finale' escribiendo, como nota aclaratoria, que "es lo primero y lo último de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida", miente como una bellaca. En las mujeres insatisfechas con su matrimonio, obligadas por los esquemas del sistema patriarcal a convertirse en amas de casa perfectas e infelices, pero también en sus personajes masculinos, prisioneros de su rigidez emocional, encontramos reminiscencias de su biografía como madre y esposa, primero abnegada, luego liberada. A sus 81 años, parece que su querencia por el pasado, por revolver en la memoria como en un montón de ropa usada en el que los calcetines siempre andan desemparejados, sigue vigente. Es en la tersura de su prosa y en el amor por el detalle donde percibimos los ecos de la literatura memorialística, aunque el lector, no se asusten, nunca tiene la impresión de leer el mismo cuento o de estar con los mismos personajes. Es una misma vida que parece clonarse en cientos de némesis.

Siempre hay un momento violento, arisco, brusco, que nos informa de que la narradora sensible que hay en Munro percibe el mundo fijándose en sus notas asonantes o en sus gestos de desafección. Es entonces cuando la vida aparece en todos sus matices, ridiculizando a los hombres que se creían en control de la situación ('Santuario') o decepcionando a las mujeres que quizás esperaban más de ella, o de sus hijas (la propia madre de Munro). Todo ello servido con una cadencia entre lenta e impaciente, la justa para que el lector disfrute con una comparación o un adjetivo inesperado, y también para que vea colmadas sus expectativas cuando el misterio, en la última página, abre la puerta del relato a un futuro más misterioso aún. (SERGI SÁNCHEZ, 1/5/2013) 

'La vida de las mujeres' (RBA, 1971)

En una hermosa entrevista publicada en 'The Paris Review', Alice Munro recuerda que el año que escribió 'La vida de las mujeres' tenía cuatro niños a su cargo, trabajaba dos días a la semana en la librería de su primer marido y escribía hasta la una de la madrugada. También fue el año, 1971, en el que supo que nunca escribiría una novela convencional, porque no dominaba las largas distancias, no acertaba los ritmos que necesita una trama para desplegarse como un mapa, sus geografías siempre cuajaban en una miniatura frágil y breve, un callejón sin salida.

'La vida de las mujeres' es una colección de relatos disfrazada de novela: el disfraz es un punto de vista narrativo, un hilo conductor que cose una serie de retratos –el padre apocado, la madre que buscó liberarse vendiendo enciclopedias, el tío excéntrico– para, a partir de ellos, concebir una voluntad, aplaudir una toma de conciencia: la de la escritora que descubre su vocación.

Dice Alice Munro que 'La vida de las mujeres' solo es autobiográfica "en la forma, no en los contenidos". Extraña afirmación si tenemos en cuenta que la historia de Del Jordan parece describir un camino de iniciación que tiene mucho que ver, casi literalmente, con el despertar de una necesidad de aprehender el mundo, de elaborar un espacio íntimo desde el que revelarse contra un destino –el del matrimonio, el de la rutina doméstica y la aceptación de los roles de género– que estaba escrito por otros.

Es el texto donde Munro revela, con transparente honestidad, sus deudas con el William Maxwell de 'Adiós, hasta mañana' o el Sherwood Anderson de 'Winnesburg, Ohio': con ellos comparte el hecho de saber que lo cotidiano es insondable, que en la vida de cualquiera hay un misterio que se resiste a ser resuelto, que un narrador no es más que la punta del iceberg de una conciencia colectiva, un universo apresado en la omnisciencia subjetiva de la primera persona.

La voz tiene edad, es cronológica, y devora el espacio de nuestros recuerdos. El primer capítulo del libro, 'Flats Road', parte de una idealización infantil, como si Tom Sawyer se hubiera trasladado al Canadá rural para hablarnos del vecindario, del tío que se casó por correspondencia y se perdió cuando fue a la busca de su esposa fugada. El último, 'El fotógrafo', es el bello nacimiento de Munro como escritora, la comunión que pretende celebrar no con sus lectores sino con sus personajes. Funciona como el epílogo a unas sentidas memorias de infancia y juventud, aunque lo cierto es que es un colofón que transforma a esta falsa novela en un metatexto, un toque de posmodernidad en una obra marcadamente clásica.

A Munro –que, en 1971, era una novata en el mundillo literario– no le tiembla el pulso cuando decide firmar la declaración de principios por la que Del Jordan se convierte en autora de lo que hemos leído, creadora última de un pueblo que no parece real, sino verosímil: "Y ninguna lista podía contener lo que yo quería», escribe, «porque lo que yo quería era hasta el último detalle, cada capa de discurso y pensamiento, cada golpe de luz sobre la corteza o las paredes, cada olor, bache, dolor, grieta, engaño, y que se mantuvieran fijos y unidos, radiantes, duraderos". O sea, una visión de lo humano. En fin, una literatura sabia. (SERGI SÁNCHEZ, 26/10/11)

'Demasiada felicidad' / 'Massa felicitat' (RBA / Club Editor, 2011)

Infanticidios, envenenamientos, robos, automutilaciones, suicidios, caídas casi mortales... Cualquiera diría que Alice Munro (Wingham, Canadá, 1931) se ha pasado a la literatura sensacionalista, de sangre e higadillos y sección de sucesos. Las apariencias engañan: la violencia está en los 10 cuentos de 'Demasiada felicidad' para convertirse en el corazón herido de la trama; corazón que Munro decide acariciar y operar sin asegurarnos que la víctima vaya a curarse. Y trata la violencia de un modo naturalista y necesario, como si lo más atroz (véase el magnífico relato 'Dimensiones') fuera inevitable. Lo inevitable es normal, y la normalidad con que introduce esa catarsis, que cambiará la hoja de ruta del relato, sorprende al lector, acostumbrado al emotivo, tranquilo detallismo de la llamada Chéjov canadiense.

Lo más admirable de 'Demasiada felicidad' es el modo en que esa violencia –que puede estar fuera de campo, en forma de un adulterio que se cuece en el mismo espacio doméstico ('Ficción'), o que puede estallar como un grito velado, en forma de violación no reconocida ('El filo de Wenlock')– varía el destino de sus personajes sin caer en la redención epifánica ni en la condena moralista. Parece que los cuentos de Munro no acaben: no es que sus finales sean abiertos sino que sus protagonistas siguen su camino, convirtiéndose lentamente en un punto que se funde con el horizonte. Como si tras haber entrado en detalles, de grabar con la microcámara de las palabras el objeto más banal –y por ello más significativo–, el lenguaje abandonara a su materia prima a la más lánguida o tenebrosa de sus suertes.

Munro explora el eterno femenino sin hacer concesiones de género. En muchos relatos las mujeres salen mal paradas: a menudo no saben calibrar la distancia entre lo que esperan de la vida y lo que van a recibir. O a veces explican, vagamente indiferentes, un hecho terrible que escandalizaría a muchos. Son más inteligentes que los hombres, más apasionadas y más peligrosas. Incluso en el memorable relato 'Cara', narrado desde un punto de vista masculino, la mujer aparece como la oportunidad perdida, la que tomó la sartén por el mango marcándose el rostro a cuchillo para parecerse más a su objeto amado, que nació con un antojo.

En 'Demasiada felicidad', Munro vuelve al género del basado en hechos reales que puso en práctica en 'La vista desde Castle Rock'. Si en 'Tres rosas amarillas' Raymond Carver se conformaba con observar la agonía de Chéjov para componer una sentida elegía, Munro concentra en 60 páginas la atribulada vida de Sofia Kovalevski, novelista y matemática rusa, para ensayar una meditación sobre su personaje favorito, esa mujer que se debate entre la sumisión a las normas viriles y la reivindicación de su lugar en el universo. No es difícil reconocer en los rasgos de Kovalevski el ADN del arquetipo Munro: la heroína que, presa de su sensibilidad, ha aprendido a respetar su visión del mundo. ¡Y qué maravillosa visión del mundo tendremos si nos encaramamos sobre estos bellísimos cuentos' (SERGI SÁNCHEZ, 5/1/2011)

La vista desde Castel Rock' (RBA, 2008)

La canadiense Alice Munro (Wingham, Ontario, 1931) goza de tal prestigio en el mundo anglosajón que, según Margaret Atwood, ha alcanzado en vida la "santidad literaria internacional". Lleva toda su carrera escribiendo relatos del máximo nivel. La vista desde Castel Rock nace del interés por recuperar la historia de una rama familiar. Aunque, como ella misma cuenta en el prólogo, los datos reales necesitaron de la armadura de la ficción para tomar forma. La autenticidad, y no la "verdad", era el objetivo.

La primera parte, dedicada a los lejanos parientes escoceses que emigraron a América, es seca y dura como sin duda lo fue la vida de esos personajes. Munro se aleja en parte de la voz a que tiene acostumbrado al lector para adoptar un tono estricto, casi limitado a aportar nombres: de personas, sitios, sucesos, y duras circunstancias. La segunda, sobre la época en que ella había nacido ya, se vuelve fascinante. El libro cobra vida al mostrar, casi sin querer, cómo la historia familiar cristaliza en cada individuo. La mirada de Munro pone en evidencia miserias y desgracias allí donde las hubo, pero renuncia a dictar juicio y, cuando posa esa mirada en su propia vida, es aún más implacable. El recuento se vuelve más feliz a medida que se acerca al presente, insinuando tal vez un sentido de la historia, del progreso, una inevitable mejora de las condiciones de vida. Pero en ningún momento se desprende del pasado: una ley más biológica que literaria indica que todo aquello del pasado que somos capaces de nombrar habita en nosotros. Incluso los muertos. Acaba Munro afirmando que ciertos objetos le permiten "descubrir el tremendo latido de mi propia sangre". Gracias a su rigurosa escritura, la experiencia se vuelve compartible. (ENRIQUE DE HÉRIZ, 4/6/2008)

'Escapada' (RBA, 2005)

He aquí una mujer que dice: "Me muero. Me muero si no tienen listo el vestido". Se llama Robin y hace cinco años que, en verano, viaja hasta Stratford para ir al teatro. Un día pierde el bolso, pero encuentra a un hombre que pasea a su perro y que le presta dinero para tomar el tren de vuelta a casa, aunque antes la invita a cenar. Se llama Danilo, es relojero y yugoslavo. Robin se enamora de él y espera con ansia durante un año para volver a verlo. Danilo sólo le pide que se ponga el mismo vestido verde. Cuando, pasado ese tiempo, Robin va a su relojería, él la mira con desprecio y, sin más explicaciones, le cierra la puerta. Cuarenta años después, la protagonista del relato averiguará por qué su recato de jovencita de provincias la alejó de algo que podría haber cambiado su vida. 'Desencuentro', uno de los espléndidos relatos de 'Escapada', el último libro de la canadiense Alice Munro (Ontario, 1931), cuenta la distancia que existe entre el deseo y la decepción, trecho a menudo creado por las perversas maniobras del azar. Esa distancia también es la que separa a las palabras de su auténtico significado, o lo que es lo mismo, a las apariencias de las emociones que ocultan.

Si 'Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio' confirmó a Munro como maestra del relato corto, con el nombre de Anton Chejov sobrevolando su prosa transparente y minuciosa, 'Escapada' aumenta su radio de acción. Ahora Munro no sólo describe vidas rotas con sueños imposibles, con su homenaje a todas las mujeres que se arrepienten de haberse resignado a soportar el dolor del confinamiento cotidiano, con su natural tendencia a las epifanías (características que podrían emparentarla con la Anne Tyler de 'El matrimonio amateur'). Ahora es la brusquedad del destino -con accidentes y cambios- la que trunca las historias de sus heroínas, introduciendo así un nuevo elemento narrativo en su obra, el suspense. Lejos de banalizar sus cuentos, les otorga una fuerza que contrasta con la modestia de su estilo, siempre fiel al detalle y fina en los diálogos. Y Munro no renuncia a demostrar hasta qué punto los relatos cortos pueden ser capítulos de una novela donde las elipsis pertenecen a una elusiva, sugerente estrategia narrativa: no en vano, 'Destino', 'Pronto' y 'Silencio' comparten la misma protagonista, Juliet, y resumen a la perfección este sentimiento de abrumador desconcierto que sufrimos las personas, debatiéndonos entre la metamorfosis y el miedo a la metamorfosis. Sentimiento que describe con la precisión de alguien que no se reprocha nada, que ha asumido sus propias mutaciones. (SERGI SÁNCHEZ, 17/11/2005) 

'Como la vida misma' (RBA, 2003)

Cuando la Masha de 'Las tres hermanas' de Anton Chejov dice que el ser humano debe tener fe, o al menos debe buscarla -"de lo contrario su vida será algo vacío... Vivir y no saber por qué vuelan las grullas, por qué nacen los niños, por qué hay estrellas en el cielo..."-, está expresando la esperanza que duerme detrás de las intenciones de muchos de los cuentistas norteamericanos, que, consciente o inconscientemente, hallaron en el escritor ruso un baúl lleno de respuestas. Alice Munro (Ontario, Canadá, 1931) debe de ser, con Raymond Carver, Charles Baxter y Richard Ford, una de las más ricas herederas de Chejov en el cultivo de esa luminosa, deprimente esperanza, florecida en el terreno abonado del relato corto. La sutileza del trazo en los personajes, el argumento como suma de atentas observaciones, el culto al detalle y, sobre todo, la suspensión de una conclusión que nunca acaba, como una voluta de humo que se cierra y luego se desvanece, son los rasgos de un estilo tan inconfundible como común en el universo del cuento norteamericano.

Los protagonistas de la literatura de Munro son gente corriente que se debate entre sus ilusiones y la realidad que las abofetea, entre el dolor y las ganas de sobrevivir, entre la enfermedad y la poesía de la devoradora costumbre. Son hombres y mujeres que, como invitados de una fiesta funeraria, habitan estos relatos con una humanidad cálida, sorprendente y acongojante, una humanidad que es la humanidad de la propia autora. No es difícil encontrar trozos disimulados de su biografía en el relato 'Los muebles de la familia', donde hay, como en la vida real de Munro, una escritora becada que huye del entorno rural y una madre enferma de Alzheimer. También está la vida hogareña como una prisión y un refugio, lo cotidiano ensombrecido por el espectro de la muerte en 'Poste y viga', 'Puente flotante' y 'Consuelo'. Pero no hay mejor síntesis del universo de Munro que la frase que cierra el magistral relato que da título a la colección: "No debes preguntar; se nos prohíbe saber qué nos reserva el destino a ti o a mí".

La vida es un misterio que no se nos permite desvelar. "El fin del pozo está en el pozo", piensa un personaje de 'Ortigas'. Tal vez un momento de epifanía que ahora recordamos pero que no supimos reconocer a tiempo. ¿Por qué ese misterio es tan habitual en la literatura norteamericana? Porque un pueblo joven, sin pasado, está obsesionado en escribir su propia historia, aunque ésta sea únicamente la suma de cientos de miles de intimidades fracasadas. Munro expresa este sentimiento de pérdida y nostalgia con una prosa traslúcida, mezclando la descripción psicológica y la evocación lírica, adueñándose a menudo de la realidad literal para transformarla en una gema gastada que brilla en el fondo del río. Y esa gema es elocuente, habla por sí misma, no nos necesita para demostrar lo que se siente al verla: "Primero, una conmoción desagradable; luego, el asombro de seguir en movimiento, montada en una corriente de devoción acerada, en calma sobre la superficie de la propia vida, sobreviviendo aunque un dolor húmedo y frío no dejara de embestir el cuerpo". (SERGI SÁNCHEZ, 4/7/2003)