Rosa Novell: "El teatro me ha quitado la vida y quizá me la pueda devolver"

La actriz que  ha dedicado la vida entera a dar aliento a mujeres de hierro atraviesa el vendaval de  su propio destino. Pero como aquellas heroínas saca fuerzas  de flaqueza y se sube cada noche al escenario  del Romea.  «El teatro me ha quitado la vida y quizá me la pueda devolver»

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NÚRIA NAVARRO

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El lunes ocurrió en el Romea uno de esos raros momentos en que el patio de butacas se magnetiza. Rosa Novell (Barcelona, 1953), una de las últimas grandes damas de la escena catalana, regresaba después de encajar dos devastaciones: un cáncer de pulmón, primero, frenado por obra de los fármacos; y el posterior e inesperado advenimiento de la ceguera, hace tan solo cuatro meses. Su cuerpo se ha vuelto menudo y frágil, precisa de más abrigo en este otoño cachazudo y se mueve con la vacilación del que apenas ha recorrido el primer tramo de la oscuridad absoluta. Pero al entrar en el proscenio y transformarse en Niní, el ama de llaves de L’última trobada, la obra de Sándor Márai que dirige Abel Folk, exhala una vaharada de verdad que atraviesa como un relámpago el espacio y va directa al espinazo. 

–Lo agobiante es salir de casa, concentrada como estoy en cada paso; subir al coche sin darme un golpe en la cabeza, ir a tientas por los pasillos del brazo de Maria [regidora de la obra e hija de Folk]... ¡Hostia, es todo tan difícil que el momento de decir el texto en escena me parece deliciosamente seguro! Sé dónde está la silla, hacia dónde tengo que ir y las palabras que tengo que decir.

–De todo hace muy poco.

–Pasé un año, el 2013, entre quimios y radios, relativamente rápido y bien. Y apenas un mes después de que el doctor [Rafael] Rosell me dijera que no estaba curada pero que el tumor era más pequeño y no crecía, apareció una inflamación enorme en mi cerebro. En pocos días perdí completamente la visión.

–¿A causa del tratamiento?

–Los médicos no lo saben.

–En ningún momento pensó en que era el adiós al teatro.

–Mientras atravesé la primera fase del dimoni pelut –como yo lo llamo– seguí trabajando. Cada tres semanas tocaba quimio, me recuperaba bien y me embarqué en un recital de Espriu, y en dirigir y actuar en el Festival de Pollença, recreando Història d’un soldat de Stravinski, con Biel Mesquida y Andrés Lima. En esos momentos no paraba de decirme: «Necesito que alguien me ofrezca hacer teatro, algo que no tenga que llevar todo el peso de la obra». Y apareció Abel [Folk] y me propuso formar parte de L’última trobada. Dije que sí, sin dudar.

–No había llegado el segundo mazazo.

–Pero llegó. Y Abel me preguntó: «¿Qué?». «Yo sigo adelante –respondí–, a no ser que pienses que será un lío, cosa que entenderé y aceptaré».

El hombre al que no le pareció «un lío», Abel Folk, hizo lo posible por tenerla en el reparto. Adaptó la obra. Ajustó las sisas de la dramaturgia. Y la introdujo en los ensayos suavemente, sin presión. «El proceso ha sido muy feliz –confiesa en un aparte del Romea–. Al principio Rosa estaba algo insegura, pero ha ido ganando fuerza». La hija del actor, Maria, la guía hasta el escenario. El equipo le inyecta jeringazos de afecto. La productora mide la prensa. Todos sabían que encima de las tablas la Novell sería la Novell.

«Siempre ha tenido algo propio de las grandes actrices: haciendo muy poco llegan muy lejos –subraya Folk antes de entrar en vesturio–. Ahora ha perdido volumen y energía, pero esa capacidad de llegar sigue intacta». Y ella lo sabe.

–Todos le reconocen autoridad. ¿En qué se nota usted insegura?

–Una de las cosas que más cambian es que no puedes estudiar como lo has hecho siempre. Mi memoria visual era muy buena. Pero tengo la suerte de tener a Cesca Piñón, que me grabó todo el texto y me ayudó a retenerlo. No tardé mucho más que cuando estaba bien, creo.

Unas horas antes, al teléfono, la propia Piñón, actriz conocida por su papel de Marga en la serie Kubala, Moreno i Manchón, insistía en la abrumadora valentía de su amiga. Como todos sus íntimos –algunos han hecho locuras como bañarse en el mar con los ojos cerrados para sentir lo que ella sentía–, no pensaba que lo aceptaría tan bien. «Está muy fuerte», repite Piñón, quien no solo le entrenó la memoria, sino que la ayuda en el rodaje de un falso documental de Agustí Villaronga sobre Novell que mezcla la realidad de su titubeante vida cotidiana con la ficción del ensayo de un monólogo. «Antes pisaba el escenario como lo hacen las divas, ahora su interpretación es más humilde», añade Isona Passola, productora de la película, quien confiesa que la abrazaría todo tiempo. 

–Admitirá que ha sido diva, señora Novell.

–Nunca me he sentido así.

–Dama de la escena, pues.

–Eso sí. De las de «pisa morena, pisa con garbo».

–¿Siente ahora el mordisco de los nervios más que antes?

–Como no veo al público, estoy mucho más concentrada en mí misma y en el personaje. Yo siempre entendí el salir a escena como un saltar al ruedo. Solo que cuando comencé era una salvaje, me lanzaba en barrena con un escaso sentido de la responsabilidad. Después de hacer decenas de papeles, los nervios fueron creciendo por mil razones distintas. Eso es algo que también se lo he oído decir a Núria Espert y a José Luis Gómez. Pero la ceguera te emancipa del miedo. Siento que solo tengo una responsabilidad conmigo misma.

–¿De ahí el cambio que notan todos?

–Es que esta es una enfermedad que te cambia radicalmente. Un día estás bien y al siguiente, no. Es como si de repente te plantaran la vida ante tus ojos. Te das cuenta de que es posible que todo acabe, de que quizá acabarás tú… Imposible mirar hacia otro lado. No hay disimulo que valga. No puedes pensar que eres muy joven y que todo irá bien. En mi caso, primero me enfrenté a la muerte, y luego, a esta imposibilidad. Lo primero lo llevé bien. «Vamos a tomar una copa», le dije a Eduardo [Mendoza, su pareja] cuando me dieron el diagnóstico. Pero esto otro es...

–¿Más difícil de digerir?

–Sí. Por primera vez el teatro ha pasado a un segundo plano. Aunque también pienso: «El teatro mata; me quitó la vida y quizá me la puede devolver». 

–No sé si lo entiendo.

–He fumado poquísimo, he sido abstemia durante muchos años, siempre he llevado una vida sana, puse todo de mi parte. Estoy segura de que el teatro ha sido el causante de la enfermedad.

–¿Cómo exactamente?

–Cuando en el teatro lo pasas bien, lo pasas muy bien. Pero cuando lo pasas mal, el dolor es muy grande. Y yo lo he pasado muy mal. He sufrido mucho por el teatro.

–No parecía sufrir, sino estar lejos.

–Todo el mundo ha pensado siempre que a mí nunca me pasaba nada. Quizá porque nunca lo dije.

–¿Qué o quién le han hecho sufrir?

–No diré nombres, ni obras que no vieron la luz, ni nada de todo eso. Han sido personas y momentos, y también ha influido mi forma de ser. Soy muy sensible y he depositado toda mi vida en el cesto del oficio. Seguramente demasiado. O quizá no supe protegerme lo suficiente. Pero no me arrepiento. Sin el teatro nada de lo que me ha hecho feliz habría existido.

–Sea como sea el teatro, dice, ha pasado a un segundo plano.

–Esta sacudida me ha mostrado que lo importante es el amor, que un gesto de afecto es más importante que 3.000 aplausos. Lo que más me ha emocionado en este tramo es el cariño de los amigos, de mucha gente. Una reacción real y sin condiciones. Eso me ha vuelto más humilde y espiritual, aunque antes lo era un poco.

–¿Y todas las Cleopatras, Fedras y Molly Blooms interpretadas han venido en su auxilio de algún modo?

–En esta situación te las tienes que componer tú sola. No sé cuánto tiempo me queda, no sé si podré resistir mucho así... Tengo que manejarme en la incertidumbre. Y ese es un peso tremendo. Primero porque llevas colgando la espada de Damocles de las revisiones periódicas, y luego por la fragilidad de no ver. Pero, no sé, hay una fuerza que sale de mí. Mientras pueda, iré adelante. No es nada fácil, se lo aseguro.

–Nadie se lo puede discutir.

–Abres los ojos por la mañana y vuelves a ver la oscuridad. Y te dices: «No pasa nada, un día más, aún estás viva, VI-VA». Si no lo estuviera, no podría subir al escenario ni hacer nada. Simplemente no estaría.

–Estos días ha dicho que su cerebro está lleno de imágenes.

–Llenísimo. Son imágenes de toda mi vida. A veces el cerebro también te tiende trampas. Si conoces a la persona que tienes delante crees que la estás viendo. Dominas el mapa de los espacios que has transitado y andas con apariencia de seguridad. Incluso cuando el otro día salió el estreno por la tele, imaginé el plano que habían hecho y lo veía por dentro. Porque yo veo por dentro, ¿sabe?

–¿Por dentro?

–Es otra manera de mirar. Es como ver la otra cara de la Luna. El otro lado de las cosas y de las personas. Y en ese plano te das cuenta de que lo que importa es el perdón. Yo nunca he sentido rencor, pero tampoco he olvidado. Ahora sé que el perdón importa. 

–Siempre dio usted mucho respeto.

–Esa imagen ha sido mi protector de la timidez. Siempre me empeñé en hacer las cosas yo sola, ser una mujer libre, independiente y fuerte. Pero mi trabajo también ha estado en manos de los otros, y no supe moderar la propensión a impregnarme sin remedio de lo bueno y de lo malo de la gente, así que, pensaba yo, debía construir alrededor de mí una torre que evitara daños mayores.

–Ahora busca otros blindajes. Ha ido a la ONCE.

–Me he hecho socia del club, sí.

–¿Una prioridad es volver a leer?

–Es un anhelo, claro. Mientras tanto, Eduardo me lee cada noche unos capítulos de Los Buddenbrook, de Thomas Mann, y soy muy feliz.

No cuesta imaginar esa expresión de entrega nocturna del escritor Mendoza, el hombre de su vida, el compinche de aventuras intelectuales, el autor que, por ella, escribió Restauración y adaptó La dona justa de Márai. Quienes les conocen aseguran que el trance le ha noqueado, pero que él se comporta como un señor de Barcelona. Está ahí para ser sus ojos y para acompañarla en esa otra cara de la Luna. Seguramente, cuando acabe la obra, la llevará a las salas de concierto, porque Novell, que aprendió violín y ahora siente que su oído se ha agudizado, tiene necesidad de sonatas y sinfonías. 

–No ha perdido ese apetito cultural tan compartido.

–¡No me da la gana perderlo! No quiero quedarme ovillada en la desolación. Al principio solo quieres llorar, pero sé que hay que dosificar el llanto. Después de un episodio que me afectó mucho de jovencita, entendí que no debía dejarme ir, que no hay que esperar a tocar fondo.

–¿Qué echa mucho de menos?

–Añoro los paisajes. Y no ver crecer a mis sobrino-nietos. He congelado sus rostros, los de todos, en el tiempo. Y pienso: «¡No puede ser que no vea más la cara de Eduardo!». A veces acerco mucho la mía a la suya, con la ilusión de que igual la veo. «¿Qué haces?», me pregunta. «Nada, nada». 

–Los médicos no le dicen que esto vaya a ser definitivo.

–No dicen ni que sí ni que no. No saben qué ha pasado ni cuánto durará.

–Si el futuro es una incógnita, ¿prefiere repasar el pasado?

–No me he puesto. Pero si lo hiciera, sé que cada paso que he dado ha sido muy a conciencia. He hecho siempre lo que he querido hacer, algo que permite estar en paz conmigo misma. He procurado ser honesta y buena. En los tiempos en que parecía que cuanto más malvado eras, mejor, yo decidí que no, que sería una persona bondadosa.

–Eso no siempre está bien valorado.

–No lo está. También me gustaría que pensaran que he hecho todo lo posible por ser una buena actriz. Espero haberlo conseguido alguna vez. Como dice aquella aria tan hermosa de Tosca: «Vissi d’arte». He vivido del arte.

Y Novell dirige su cuerpo menudo y frágil hacia maquillaje, mientras suenan los pasos de los primeros espectadores en la sala y los técnicos armados de walkie-talkies disponen lo necesario para el arranque de L’última trobada. Cuando ella entre en escena se adueñará otra vez del espacio. Volverá a inundarlo con su vaharada de verdad.