'¡Ridi, pagliaccia!'

JOAN OLLÉ

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Dice el adagio que en tiempos de paz los hijos entierran a sus padres y en tiempos de guerra los padres entierran a sus hijos. Vivimos una época convulsa: hace apenas un par de meses, a Mercè Cuxart y a Joan Barril les tocó despedirse de su hijo Joan, y ayer, a Rosa Clausells ver cómo se iba Rosa, la segunda de sus hijas muertas. La tragedia debe de ser eso y no lo que la Novell bordaba en los escenarios.

Nos conocimos en la Universitat Autònoma de Barcelona, donde ella debutó en el teatro independiente interpretando a la reina Hécuba de Las Troyanas de Eurípides, aquella mujer vencida que debió dar tierra a su hijo y a su nieto. Por entonces Rosa ya era estupendísima: cuenta la leyenda que, en cierta ocasión, interrumpió una clase del ilustre Doctor Molas para preguntar en voz alta si alguien tenía un kleenex. Durante años nos vimos poco: ella viajaba de papel en papel en vagón de primera, derramando finura, humor e inteligencia, mientras los otros íbamos tirando. Se estaban forjando estilo y mito. Rosa ya empezaba a ser la Novell.En una de las ediciones del Sitges Teatre Internacional que dirígi, la invité a recitar a Josep Carner Per una vela en el cel blau / daria un ceptre…»). Rosa me pidió decir las palabras del «príncep dels poetes» sobre varios centenares de claveles recién cortados. Pocas horas antes, la encontré sentada en un banquito de piedra del malecón, soltando lagrimones de niña: quería claveles rojos, no blancos.

Mi padre solía decir que la Barcelona de los 50 parecía dirigida por Lubitsch; algo de esto había en la elegancia de Rosa, mujer de antes y de siempre (Sí, mujer: en los escenarios catalanes se han difuminado los sexos y ya solo existen hombres y mujeres de verdad en anuncios de perfumes caros). Rosa supo ser todas las reinas antiguas, todas las grandes damas de la alta comedia, pero también la barcelonísima y mesocrática 'Senyora Florentina' de Mercè Rodoreda, así como el desternillante compañerete del marcianito Gurb, de Eduardo Mendoza, su último y gran amor.

Trabajamos juntos varias veces; las principales, la 'Fedra' de Jean Racine, traducida por el reverendo Modest Prats, y 'De poble en poble', de Peter Handke, que Nova (Novell) culminaba con un monólogo de 30 minutos invitándonos a iniciar una vida nueva, a detenernos en los colores.

No era fácil trabajar con Rosa, mujer de gran carácter que, tal vez para proteger su extrema fragilidad o su reservado dolor, necesitaba el conflicto. Cuando estallaba su alma quebradiza había que ir con cuidado en no pisar los vidrios rotos.

Lo último que hicimos juntos fue 'Degustació', un espectáculo de factura rápida sobre gastronomía para inaugurar el Temporada Alta de Girona. Rosa no quiso cenar en El Celler de Can Roca; estaba muy cansada y prefirió retirarse al hotel. En el autocar de regreso hablamos por última vez. Su altísima inteligencia había mudado en sabiduría. No me atreví a ir a ver 'L'última trobada', feo título.

Tampoco iré a su funeral: el domingo, a las dos en punto de la tarde, depositaré una rosa muy blanca en la estatua de Federico de la madrileña plaza de Santa Ana, a 50 metros del Teatro Español, donde me meé de risa viendo a la payasa Novell transmudada en Gurb. Y luego, en la cena, aún nos reímos más, muchísimo más. Así quiero recordarte, Rosa.