DESTINO LAS VEGAS (1)

La suerte y el dinero

Torneo mundial de póquer en el casino de Barcelona.

Torneo mundial de póquer en el casino de Barcelona. / periodico

JORDI PUNTÍ

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Cada año, cuando llegan los calores de julio, me acuerdo de mi amigo Mike Franquesa. Llamarle amigo quizá sea exagerado, porque en realidad solo nos hemos visto tres veces en la vida, pero lo cierto es que nuestro contacto no fue nunca esporádico, ni casual, sino que contenía el punto justo de confianza y puede que intimidad —sobre todo por su parte— que da el dinero compartido.

¿Qué será de él?, pienso entonces, y me viene a la memoria la última vez que le vi, hará cuatro o cinco veranos. Caminaba por el paseo marítimo, hacia la Barceloneta, y de repente alguien se paró delante  de mí y sonrió. Tardé algo más de diez segundos en identificar ese rostro. El Mike que yo había conocido era más bien delgado, de unos treinta años. Un semblante huidizo, de zorro, y una alegría desgarbada que se acentuaba al llevar la camisa medio por fuera. En cambio, el Mike que ahora tenía enfrente me hizo pensar en un salmón cocido. Hinchado y blando, antes que gordo, con la piel de un tono anaranjado, llevaba una gorra de los Yankees, un polo azul salpicado de lamparones, metido dentro de los vaqueros, y unas bambas multicolor.

Nos dimos la mano. No había olvidado mi nombre y yo tampoco el suyo. Su voz sonaba menos nerviosa, como si la afinaran los ansiolíticos. Me contó que no hacía mucho que había vuelto a Barcelona y que había decidido quedarse, aunque todo el mundo le recomendaba que no lo hiciera. La maldita crisis. Pero incluso había encontrado trabajo.

—Y ahora ya vas para el casino —me aventuré con un poco de maldad, ya que era donde nos habíamos conocido.

—Sí —dijo—, pero no es lo que crees. No he vuelto a jugar. Ahora es donde trabajo.

Supongo que puse cara de incrédulo, porque entonces me invitó a tomar una cerveza y así, mientras él comía algo, nos pondríamos al corriente. Su turno no empezaba hasta dentro de una hora.

Durante estos dos años sin vernos, me contó Mike, su vida había dado mil tumbos. Pero antes de transcribir ese relato, quizá vale la pena que recuerde cómo nos conocimos...

Mike viene de Miquel, por cierto. Esta reducción del nombre, que hoy parece indispensable para su carácter, se produjo mientras vivía en Las Vegas, pero cuando yo le conocí se aún se llamaba Miquel Franquesa y era uno de los jugadores más asiduos del Casino de Barcelona. En agosto de 2009 yo estaba escribiendo una novela que iba a llamarse 'Maletas perdidas' y llevaba días peleándome con una descripción de una partida de póquer. Me fallaban los gestos de los jugadores, el silencio vanidoso de quien gana sabiendo que ha hecho un farol. Una tarde canicular, pues, me fui al casino para tomar notas. Como me conozco, dejé las tarjetas de crédito en casa y me llevé solo 60 euros por si me venía el antojo de juga

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No sé cuanto dinero sería, seguro que una morterada, pero su rostro ni se inmutó. Al final, cuando perdió la última ficha y el crupier la arrastró con indolencia hacia sus dominios, le noté una leve mueca de disgusto, pero nada más. Se levantó, saludó con la cabeza a nadie en particular y se fue. Le seguí y vi que se metía en el lavabo. Entré detrás suyo y me lavé las manos para disimular.Una vez dentro me quedé con las ganas de ver a los jugadores de póquer. Resulta que las partidas están restringidas al público. Dudé unos segundos si volver a casa, pero tenían aire acondicionado y me quedé un rato más. Pedí un gintónic y con el vaso en la mano, como si todo aquello fuese mío, me paseé entre las mesas donde se jugaba a la ruleta. He visto muchas películas. Entonces, en una de las mesas más llenas, me fijé en Mike Franquesa. Su entrega en cuerpo y al alma al juego me fascinó y no le quité los ojos de encima durante más de una hora —el tiempo que tardó en perderlo todo.

—Qué, ¿le doy lástima? —me preguntó Mike desde el espejo.

—No —respondí—. Me impresionas. ¿Cómo se puede perder tanto dinero?

—Mala suerte —dijo él—, siempre es mala suerte. Va y viene. He jugado toda la tarde al 15, porque hoy es día 15, y ya lo ha visto: todo a la mierda. Pero si ahora volvemos juntos y apostamos al 15, nada indica que volveríamos a perder.

—Pero tampoco que ganaríamos... —dije.

—Exacto. ¿Quiere que lo intentemos? ¿Lleva dinero?

—Sí.  Llevo 50 euros. Pero con 50 euros no harás nada.

—En eso se equivoca —dijo—. Tal como yo veo el juego, un billete de 50 contiene la promesa de más dinero. Es como cuando Miguel Ángel se ponía frente a un bloque de mármol y veía la escultura que había dentro. El David...

—Hombre, no es exactamente lo mismo —le reproché yo, pero admito que la comparación me hizo gracia y me enterneció. Él insistió.

—Déjeme los 50 euros y vamos a medias. O mejor: vuelva mañana y le daré 100. Un préstamo de 20 horas al 100 por cien, qué ganga.

No supe resistirme. Le di el dinero y me fui, convencido de que ya no volvería a verlo. Al día siguiente, sin embargo, la curiosidad me llevó de nuevo al casino.