DESTINO LAS VEGAS (Y 5)

El frío y el calor

Ruleta de casino

Ruleta de casino / periodico

JORDI PUNTÍ

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—Recuerdo que el casino en el que entré era el Parisien —me contó Mike— y ya te lo imaginas: esa primera noche perdí toda la pasta que llevaba encima. La semanada. Seis días de lavar platos, pero sobre todo de zamparme kilos de pollo al curry (esos días el cocinero hindú había vuelto de unas vacaciones en su país y combatía la añoranza sazonando sus platos con gran alegría picante, como si todavía estuviera con su familia). En algún momento de la noche, cuando intuía que todo iba a peor y pronto no me quedaría ni un dólar, tuve arcadas y salí a vomitar a la calle. De repente me sentí vacío como no me ocurría desde hacía meses, pero no era un vacío agradable, claro. Levanté la vista, aceché el espectáculo a mi alrededor y, por primera vez desde que había llegado, me vi a mi mismo como un miserable. Como tantos otros, pronto me uniría al ejército de espectros que caminaban perdidos por las aceras de la ciudad, en busca del último dólar salvador. Viajantes carcomidos por las deudas; viudas encalladas en ese bancal de arena y fantasía; parados y jóvenes sin oficio, perdedores de todas las etnias que tiempo atrás perseguían un sueño y ahora solo buscaban un contacto con la realidad en forma de naipe, ruleta o jackpot. Los veías salir de las casas de empeño en chándal, fláccidos, arrastrando los pies tras haber malvendido un reloj, el aparato de hacer pesas o un autógrafo plastificado que Cher les firmo hace una eternidad... Viéndome como ellos, mi primera reacción fue poner fin a esa farsa. Era fácil, solo había que subir a la Torre Eiffel del casino, casi tan alta como el original, y lanzarme al vacío. Un suicidio romántico desde una imitación, solo que mi muerte sería muy real...

En lugar de ese destino tan trágico como ridículo, Mike tomó una decisión errónea a primera vista, pero que le salvó la vida: entró de nuevo en el casino y se jugó las cuatro perras que le quedaban.

—Me desplumaron, cómo no. Lo llevo escrito en la cara. Pero eso no es importante. El caso es que tras perderlo todo en diez minutos, no supe reaccionar. Magnetizado por esa quimera, me obsesioné con el baile de la ruleta, el tapete verde, los números y las fichas, las manos que iban de aquí para allá. Luego me fijé en un jugador sentado en un extremo de la mesa, un rubito atlético y seguro de si mismo; le acompañaban tres chicas espectaculares, que bebían champán y aplaudían cada vez que acertaba. Las fichas que había ganado se alzaban allí delante como edificios de una ciudad de colores, cautivadora, y de golpe sentí una envidia profunda de ese tío. Ya sé que es del todo arbitrario, pero entonces empezó a perder sin pausa. En poco rato lo perdió todo y noté que, mientras él se deshinchaba, yo me reanimaba por dentro. Incluso sentí un poco de hambre. Cuando el tío se levantó y se fue, con las tres chicas que le seguían decaídas, me acerqué a otra mesa. Una pareja de chinos estaban sentados en silencio y jugaban meticulosamente. Se miraban de reojo y parecían decidir cada apuesta tras un largo cálculo mental y telepático. Sus ganancias, en este caso, también me hacían la boca agua, y cuanto más me concentraba en sus gestos hieráticos, más perdían. Les dejé pelados, por así decirlo, y lo mismo ocurrió en dos otras mesas. De acuerdo, yo no ganaría, pero como mínimo hacía perder a los demás. De repente, en pleno frenesí de la derrota, un vigilante me pidió que lo acompañara. “¿Qué he hecho?”, pregunté, pero él no dijo ni mu. Cruzamos medio casino y me llevó frente al director de seguridad, quien me dijo: "Le hemos estado observando desde la sala de control. Usted es un 'cooler'". Una nevera, alguien que enfría. Como no entendía, le pedí explicaciones. "Tiene usted un don rarísimo, señor mío, su aura de mediocridad hace que las mejores rachas se diluyan y los clientes con más fortuna pierdan por sistema. Tiene que trabajar con nosotros". Esa misma noche firmé el contrato.

En el País Valencià, a este tipo de gafes de café y casino les llaman 'cremaors'. Es decir, los individuos como Mike Franquesa en Las Vegas enfrían las mesas de juego y en Valencia las queman, pero sea como sea siempre desvían el curso de la suerte. Al día siguiente, Mike dejó su puesto como lavaplatos y glotón profesional, y entró en el casino como 'cooler'. De todas formas, siguió frecuentando el bufé cristiano. No es que fuera muy creyente, pero enseguida se dio cuenta que su habilidad para conjurar el azar iba ligada a la buena vida. Lo tenía comprobado: en cuanto adelgazaba un poco, bajaba su efectividad. Todo eso me contó, como ya dije antes, una tarde de verano mientras comía un plato de patatas fritas con kétchup y se preparaba para entrar en su turno en el casino de Barcelona.

Debo de ser el primer 'cooler' profesional de Cataluña —me dijo con un poco de vanidad—. Tarde o temprano todos descubrimos qué papel nos ha tocado en el teatro de la vida.