Historias de una pescadora en Alaska

Catherine Poulain supo hacerse respetar como una más de la tripulación durante diez años. Hoy es pastora de ovejas en los Alpes

Catherine Poulain, en el Instituto Francés de Barcelona.

Catherine Poulain, en el Instituto Francés de Barcelona. / JOAN PUIG

ERNEST ALÓS / BARCELONA

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La voz de Catherine Poulain (Manosque, 1960) suena dulce y a bajo volumen, entre susurrante y tímida. Concuerda más con la complexión menuda de su propietaria que con las manos enormes, callosas y curtidas que repliega como si no quisiera imponer demasiado. No es extraño, le comento, que en sus primeras faenas en el ‘Rebel’, un pesquero con base en el puerto de la isla de Kodiak, en Alaska, su primer problema fuese que, una y otra vez, nadie oía en cubierta sus avisos, en pleno temporal ártico, con los aparejos chirriando y sus veteranos compañeros lanzando voces. “Esta es mi voz social, y al principio tenía la voz más pequeña, pero salir de uno mismo forma parte del aprendizaje (y de repente acaba la frase en tono capitán Haddok) y en el trabajo acabé por sacar mi voz afuera”.

Lili, la joven francesa de la novela ‘Allí, donde se acaba el mundo’ (Lumen; ‘L’home de mar’ en la traducción de Mia Tarradas para Edicions 1984, más fiel al título original ‘Le grand marin’), apenas se puede distinguir de su autora, que dice haber alterado apenas algunos diálogos respecto a su experiencia real: Lili/Catherine deja atrás la pequeña ciudad provenzal de Manosque, por algo, no se sabe qué, carga con una mochila de colores y se larga sin papeles a Alaska para embarcarse en un pesquero, sin experiencia alguna y apenas una vaga recomendación de un amigo. Allí pasará diez rudos años como pescadora de bacalao, fletán y cangrejo rey en las heladas aguas de Alaska y el estrecho de Bering. “He querido dejar el misterio de la novela: hablo de una amenaza, y nada más. Lo importante de mi personaje no era lo que dejaba atrás sino que fuese como toda la gente con la que se encuentra en Alaska. Sin pasado, o más bien con un pasado escondido”.

UNA MUJER FUERTE Y UN MARINERO

La historia de Poulain es la de una mujer fuerte, muy fuerte. Además de pescar en Alaska ha trabajado en fábricas de conservas de Islandia, como camarera en Hong-Kong, como viticultora en el Médoc y ahora como pastora de ovejas en los Alpes. Lo primero que aprendió en Alaska fue que para hacerse respetar no debía dejar que nadie le tocase ni un pelo en el bar o en el barco. De eso a la palmadita en el culo había solo un paso. “Aquí en Alaska no pasa nada si estás loca, pero te has de hacer respetar y has de respetar a los otros; si no, estás acabada”, le dijeron nada más llegar. También que se comiese corazones aún palpitantes de pescado hizo que sus compañeros la mirasen de otra manera...

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Pero aun así, el protagonismo en el título lo concede a un marinero. “Lo importante era él. El libro al principio era sobre todo un homenaje a mis camaradas, que no eran tan peligrosos como decían, a estos hombres que se atragantan de trabajo y de alcohol”, explica. El alcohol está siempre sobre la mesa. “En todas los trabajos duros y violentos, especialmente. Es una de las preguntas que me hacía en esta novela. ¿Por qué el cuerpo tiene la necesidad de acabar de remachar el clavo cayendo en todo tipo de excesos? ¿Por qué estos hombres corren como si estuviesen buscando algo, pero acaban como el pez que se muerde la cola? ¿Por qué beber tanto, por qué lanzarse a la mar, por qué hace falta tanta sangre para llegar a ser adulto?”

UNA FAUNA PARTICULAR

Bajo la capa de la novela, ‘Allí donde se acaba el mundo’ es un diario de la vida en una Alaska que hace dos décadas (Inmigración expulsó a Poulain de allí hace ya 14) “aún era la última frontera, con un peso enorme de la naturaleza, donde te sientes aislado y a donde la gente viaja buscando una especie de mito, lo que crea una fauna particular”. Y un diario de a bordo de navegación y pesca en condiciones extremas.

Uno puede pensar en los cabos que cortan manos, las poleas que atrapan dedos, los aparejos que golpean al marinero desprevenido, los abordajes por descuido… pero entre los peligros que acechan a los pescadores, “los carniceros de la mar”, según Poulain, en bodegas que son como mataderos, donde se corta y destripa pescado, donde los líquidos de las vísceras y los cuchillos corren arriba y abajo, la autora destaca, en pleno baño de realismo, uno; las infecciones. “Las heridas forman parte del aprendizaje”, resume. “Lo he descrito en términos crudos porque mi personaje llega como un niño que quiere ser un gran pescador y se topa con la realidad del trabajo: lo primero es matar, y solo con el tiempo dejas de ver la sangre”.

¿Cuál es la función de una mujer en un pesquero en alta mar? Parecida, por lo que explica, a la de los jovencitos o incluso niños que trepaban por los aparejos de los antiguos barcos de vela. “Un pescador corpulento tirará de las redes; alguien más ligero y flexible, sea hombre o mujer, irá de un lado al otro del barco, saltando, atrapando cosas como micos, desarrollando su fuerza con el tiempo. Pero en otro barco, con un compañero que a menudo estaba borracho, acabé también por subir con el arpón, aunque también había una grúa hidráulica, eso sí, el fletán [estamos hablando de un primo del lenguado, pero que alcanza los 300 kilos]; pescando es como aprendí que casi todo es posible, que el cuerpo ansía aprender y evolucionar”.

La cita que abre el libro es de Walt Whithman. Y casi todos los oficios de Poulain han sido manuales, y en contacto con la naturaleza. “No hay nada como el esfuerzo físico, el cansancio y el hambre de cuando has trabajado de verdad, la piel quemada… todo esto da una especie de unidad entre mente y cuerpo, a pertenecer a este mundo”.