Palabras pese a todo

EL LIBRO DE LA SEMANA Peter Matthiessen nos dejó una visión pertinente del exterminio judío

SERGI SÁNCHEZ

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Lo cuenta Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz. La imagen del Holocausto que más impresionó al filósofo italiano era la de un partido de fútbol entre oficiales de la SS y miembros de los Sommerkomando en lo que podría llamarse una «pausa de trabajo». Una imagen de normalidad feliz, deportiva, sana, como si el partido se celebrara no «en las puertas del infierno» sino «en el campo de un pueblo». Peter Matthiessen no solo comparte con Agamben esa estupefacción ante lo que podría haber sido la trastienda cotidiana del Holocausto como sublimación del horror sino la creencia de que hay que hablar de él; que solo escribiendo sobre él puede neutralizarse la glorificación de lo que es imposible decir con palabras. Así las cosas, En el paraíso desafía los límites de la representación de la Solución Final saturando cada una de sus monotemáticas páginas con la invocación de todos los registros, testimonios, voces victimistas y disidentes, gritos y susurros, rencillas y expiaciones, que la memoria de Matthiessen es capaz de poner en juego.

Su estrategia no está tan lejos de la de Claude Lanzmann en Shoah. En lo que respecta al exterminio judío mil palabras valen más que una imagen. Lo indecible no existe, y por ello en la novela, que Matthiessen escribe porque cree no tener la autoridad moral para hacer un libro de no-ficción, se transmuta en la figura de un observador pasivo, Clements Olin, poeta y académico que visita la localidad de Oswiecim para asistir a uno de esos retiros ¿espirituales? en los que participó el propio autor en 1996. Olin es el portador del relato, de la única porción de historia (una imagen pese a todo, como diría Didi-Huberman: una chica hermosa asomándose a un balcón) que genera un hilo narrativo, que no es otro que un oscuro pasado familiar, con exilios, suicidios y ocultaciones que no tienen más objetivo que darle un cierto peso al narrador. Ofrecernos unos ojos democráticos con los que mirar: no acusadores ni insultantes, como los de Earwig («¿Cree usted que a esas monjas les han contado alguna vez que el papá de Hitler se dedicó a tocarse sus santas narices mientras las chimeneas soltaban el humo de millones de judíos?»), ese duende maligno que se mete con todo y con todos, sino desde una posición neutral, que pueda aglutinar la sinfonía de voces que evocan las experiencias de los que murieron gaseados.

En las inmediaciones de Oswiecim se refleja la persistencia de la Historia. El Holocausto sigue estando allí, las cenizas de los judíos mezcladas con la tierra húmeda, la desconfianza de los nativos al retirar la mirada cuando se cruzan con la de Olin. La atmósfera es opresiva, insoportable, y Matthiessen, que escribe sin concesiones, la transmite con notable eficacia. Es cierto que a veces se nota demasiado que estamos ante un libro de no-ficción disfrazado de novela, porque en esta reunión caben todas las opiniones, todos los rencores, como si el retiro fuera, en fin, un multitudinario congreso dedicado al Holocausto en el que sus asistentes han decidido hablar sin pelos en la lengua. Pero la visión poliédrica que Matthiessen nos dejó antes de morir es de lo más pertinente, sobre todo ahora, cuando Europa reedita sus racismos, sus fronteras y sus torturas frente a una oleada de refugiados que piden que no se les trate como ganado.

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