Estremecedor drama de guerra

CRÓNICA El montaje 'Només són dones', con una gran Míriam Iscla, conmueve al TNC

Escena del montaje de Carme Portaceli en el TNC, 'Només són dones'.

Escena del montaje de Carme Portaceli en el TNC, 'Només són dones'.

CÉSAR LÓPEZ ROSELL / BARCELONA

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Nomès són dones, obra que surge de la recreación que Carmen Domingo ha hecho de cinco historias reales sobre las mujeres silenciadas durante la contienda civil y la posguerra, conmovió la noche del jueves a la Sala Petita del TNC. El montaje de Carme Portaceli, edificado sobre el lenguaje del teatro, la danza y la música, impactó a unos espectadores que se emocionaron hasta dejar caer alguna lágrima de tanto como les impresionó la dramatización de este documento sobre el trato a que fueron sometidas las represaliadas por el franquismo.

La puesta en escena -con una gran Míriam Iscla, las coreografías de Sol Picó y la banda sonora de Maika Makovski- creó la atmósfera perfecta para narrar los relatos representativos del drama que vivieron miles de mujeres en las cárceles donde ni siquiera, por su condición femenina contraria al imperante nacionalcatolicismo, merecieron ser consideradas como presas políticas.

Condenadas por tribunales militares por «auxilio, incitación o excitación de la rebelión», es decir por considerarlas rojas o liberadas, el montaje deja bien clara la invisibilidad de la lucha y el sufrimiento de estas heroínas. Muchas de ellas acabaron enterradas en fosas comunes sin poder dejar constancia de la importancia de su lucha por la democracia del país. El rescate de su memoria es servido en escena con acentuadas dosis de realismo y poesía.

Iscla da un curso de interpretación, tras haber triunfado con su monólogo sobre la periodista rusa Anna Politkovskaya en el Lliure. Con su apabullante gama de recursos dramáticos la actriz potencia el testimonio de estas mujeres. Cartas, denuncias de traiciones, obligado bautismo de una de ellas a instancias de las monjas antes de morir tras ser apaleada o el suicidio de otra desfilan por el escenario. Ni siquiera la superviviente niña de la guerra, que regresa de Rusia 40 años después a un país que ya no reconoce y en el que ni siquiera sabe dónde encontrar los restos de su madre, se salva del dolor y la frustración.

Los gestos y movimientos de Sol Picó, deslizándose entre botellas y empapada del agua de una piscina-ataúd, dan fuerza visual a una propuesta reforzada con alusivas filmaciones y en la que la música interpretada por Makovski crea el colchón sonoro idóneo para el drama.

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