FRANCISCO IBÁÑEZ
La monda lironda
En los años en los que existía un oscuro hombre llamado el practicante, un personaje que visitaba las casas con un maletín de piel lleno de vacunas destinadas a los culos de los infantes, los cómics que ayudaban a pasar las gripes, los resfriados, las paperas o la varicela y a soportar la llegada del hombre del maletín eran los protagonizados por Mortadelo y Filemón, y en menor medida, las historias de Pepe Gotera y Otilio, o las del Botones Sacarino, ese recadero tan fino como aquel jovencísimo Ibáñez que empezó su vida laboral trabajando en un banco.
Los orígenes de Ibáñez (Barcelona, 1936) son humildes, como el de tantas personas que buscaron en la imaginación glorificar una precaria realidad convirtiéndola en historieta. A Ibáñez le ocurre algo extraordinario. Su imaginación es más veloz que sus palabras y cuando trata de contar una historia o una anécdota, los vocablos brollan a tal velocidad que no le entiende nadie.
Es difícil adivinar cómo era Ibáñez de niño. Tal vez, ese devorador de tebeos y fan del cine de Charlot, Jaimito, Pamplinas y de las series de Max Sennett habría sido diagnosticado con el síndrome de la hiperactividad, pero en la Barcelona de la escasez, el TDAH no era considerado ni una dolencia de señoritos. «Mis personajes siempre se han distinguido por su dinamismo. Siempre intento que parezca que están a punto de escaparse de las viñetas», aseguró en una entrevista. En Ibáñez todo parece que viaje a la velocidad de la luz, como aquellas películas cómicas en las que se sucedían las imágenes a 16 fotogramas por segundo.
Precariedad
En una película magnífica titulada El gran Vázquez, dedicada a la vida golfa del dibujante Manuel Vázquez, aparecía un joven Ibáñez dispuesto a emular las hazañas profesionales, que no personales, de un maestro al que homenajeó convirtiéndole en personaje en 13 Rue del Percebe. El gran Vázquez era Manolo, el pintor que vivía en la buhardilla acosado por los acreedores. Y fue en la redacción de Bruguera donde Ibáñez empezó a recrear un universo de protagonistas presionado por unos directivos que explotaban a sus dibujantes con mano de negrero. «A veces pongo el reloj en la hora canaria para tener más horas para trabajar», suele decir. Una herencia de los años en los que trabajó a destajo para Tiovivo, Pulgarcito y El DDT a cambio de un salario incongruente con los beneficios que obtenía Bruguera. Ibáñez se fue de la editorial en 1985 y no pudo recuperar los derechos de sus obras hasta la publicación de la ley de propiedad intelectual de 1987.
En el siglo del 3D, Ibáñez sigue dibujando con la mano derecha, el lápiz y la goma. En El sulfato atómico, los agentes de la República de Tirania controlada por el dictador Bruteztrausen roban un pesticida ideado por el profesor Bacterio cuyo fin era el de eliminar las plagas del campo pero que terminaba por convertir a los bichitos en mastodónticas bestias.
Han pasado 45 años de la publicación del primer cómic de Mortadelo y Filemón y, en este Sant Jordi, Francisco Ibáñez ha triunfado con su historia número 200 protagonizada por esa extraña pareja compuesta por el hombre de los dos pelos y un transformista. Se titula El Tesorero y en ella los dos agentes de la TIA tienen que investigar el paradero del dinero que ha desviado el responsable de las cuentas del Partido Papilar. Este país del que dijo un diputado «que no se producía suficiente pan para tanto chorizo» da para grandes historietas.
Recluido y trabajando
Mientras los lectores leen este pequeño retrato de Ibáñez, el maestro sigue trabajando. Dice que parece un monje trapense, de los que no hablan con nadie, y que no tiene tiempo de ir a ninguna parte. Veremos cuánto tarda en publicar una nueva historia y si en esta aparecerán «el Coletas», «Riverita y la mona Chita», «la familia Ferrusonda», «Robocopez» o «Ratodelo y Montorón».
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