El momento final de una era

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RAQUEL CRISÓSTOMO

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Cómo va a acabar Mad men. ¿Se suicidará Don? ¿Será feliz? Son preguntas que me han formulado. Pero, ¿es tan importante su final? En las series, como en la vida, lo importante es el mientras tanto, el discurrir de las tramas, el progreso de las acciones y el tiempo. Y en Mad men, de los silencios y las pausas. Porque la serie de Matthew Weiner es de cocción a fuego lento, se deleita en los momentos visuales como en los cuadros del pintor del silencio, Hopper. En la cesta de besos de Peggy, en el disparar a las palomas y en el Zou Bisou Bisou de Megan. En Mad men caminan acompasados momentos vitales de los personajes con momentos cruciales de la historia, y descubrimos cómo la historia incide en nuestras vivencias particulares, algo de lo que a veces no somos del todo conscientes. En un ejercicio metatelevisivo, las series también influyen en nuestros recorridos vitales.

Lo agridulce marca el sabor de este plato televisivo, así como las vidas de sus protagonistas. De la hormiguita Peggy, de la paciente Joan, de la rubia Betty y de tantos otros que hemos dejado por el camino como el incomprendido Salvatore Romano, el elegante Lane Pryce o el entrañable Bertrand Cooper. El sabor agridulce solo se vio interrumpido por momentos fuera de tono que sorprendían al espectador, vibratos que lo sacaban de importantes reflexiones existenciales como la de la decisión de Joan en The other woman, para abofetearlo con una dosis de realidad desmedida, o cuando Michael se automutila un pezón en un ataque de locura en The runaways. En una serie en la que reina la contención, los silencios, las ausencias y los deseos no realizados de muchos personajes, estos momentos esporádicos recordaban cuán extraña se nos puede hacer la realidad a veces, igual que la presencia de la violencia y especialmente de la muerte y del suicidio.

No interesa saber la última escena, la última revelación, porque ya sabemos cómo es Don y que no cambiará. Es un carismático impostor nato, un superviviente con una identidad creada a su justa medida, como sus trajes de corte impoluto. Asistimos a su derrumbe existencial en más de una ocasión y a sus momentos epifánicos (la campaña de Lucky Strike, el carrusel de Kodak). Sabemos desde que vimos los títulos de crédito que Don es un personaje en caída libre, disimulada como si le fuera ajena, ya que al final reencontramos a su oscura silueta recostado en un sofá y con un old fashion en la mano. La insoportable levedad del ser y la eterna apariencia de desafectación por las pequeñas tragedias cotidianas. Hasta el nombre del cóctel es síntoma de que se adapta a los nuevos tiempos. Porque Don se ha hecho a sí mismo y se ha construido según el viejo paradigma capitalista del sueño americano, que a partir de Vietnam deja de funcionar. Don no evolucionará porque el único personaje susceptible de hacerlo es la adolescente Sally Draper: ha asistido como espectadora privilegiada a cómo se va resquebrajando la perfecta máscara paterna, la de una generación, una época. Por eso, en el episodio de la llegada a la Luna, Sally no besa al chico con aspecto de quarterback, sino al tímido. Porque las dinámicas están cambiando y la mostración de las mismas también: la felicidad en la séptima temporada ya no es ir al volante de un coche caro. La diferencia generacional aún radica en que Sally puede romper con estos paradigmas, pero Don no puede confesar sus fantasmas: desprenderse de la máscara es un alto precio laboral y social.

El momento final no importa en tanto que nada va a cambiar. Es el final de unos personajes, de una serie y de una época. Lo que está claro es que la serie no perderá su esencia agridulce, y que seguramente los anhelos de los personajes no se resolverán al final, como en la vida. Tampoco cambiará la esencia del Don que conocemos y que quedará al son de My way en el olimpo de los grandes personajes. Al fin y al cabo, lo que convierte a la serie en una narración tan atractiva es que habla de nosotros, del espectador contemporáneo, de sus miedos, de las fobias y de las inquietudes. Cuestiones que tampoco cambian, que permanecen y que nos definen como humanos.