Esa cosa con plumas

EL LIBRO DE LA SEMANA La prosa de Lorrie Moore ofrece un descubrimiento en cada página

Lorrie Moore.

Lorrie Moore.

SERGI SÁNCHEZ

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«Si estabas solo al nacer y solo al morir, absolutamente solo al morir, ¿por qué 'aprender a estar solo' en medio? (…) Estar solo era como ir en bicicleta. A punta de pistola». Otra más: «La mutilación era un idioma. Y al revés». La última: «La paciencia es un producto químico». Podríamos seguir, pero pueden hacerse a la idea. Al fin y al cabo, este es el mundo de Lorrie Moore. O entras a bocanadas o te das de bruces. Sin medias tintas. Y así es, han pasado 16 años desde su última colección de cuentos, y nada ha cambiado. Acaso sus historias se han concentrado, se han hecho más compactas y duelen más si cabe. Pero su manera de jugar con el lenguaje, con metáforas como fogonazos que nunca acabas de entender del todo, con un dominio insólito de la musicalidad de la palabra y sus vertiginosos efectos secundarios, está intacta.

Como intactos están sus temas. De fondo, las marchitas barras y estrellas americanas, con el 11-S y la guerra de Irak coleando como una pesadilla que se alarga demasiado. En primer plano, la enfermedad (el cáncer de El enebro, la locura de Referencial, la senilidad de Alas), la incomunicación, la desconexión con el mundo, la estupefacción de la existencia. No hagan caso de los críticos que encuentran divertida la prosa de Moore: a un servidor se le ponen los pelos de punta cuando lee la tristeza de un divorciado que tiene la desgracia de caer en brazos de otra divorciada que ni siquiera sabe que está enamorada de su propio hijo, o cuando huele el olor nauseabundo -¿serán los cadáveres de dos ratas siamesas?- que transpiran las paredes de una casa maldita, el hogar de una relación maldita. Por muy ingeniosas o imprevisibles o enmarcadas con signos de exclamación como de cómic o sitcom o chiste verde que sean las réplicas de sus personajes, siempre están teñidas con el tinte de lo siniestro. Ergo los cuentos de Gracias por la compañía son cuentos de miedo. Incluso hay uno con fantasma de por medio, que podría ser una síntesis de Tomates verdes fritos bajo la luz ectoplasmática de aquello -una amistad que ha cruzado la calle para no volver jamás- que ya no podemos recuperar.

Y sin embargo, detrás del miedo está la esperanza. Esa cosa con plumas, como la definía Emily Dickinson. «La esperanza nunca es falsa. O siempre es falsa. Lo que sea. Solo es esperanza». No hay por qué ponerle calificativos: para las criaturas de

Moore, hay que vivir sea como sea, aunque el futuro nos prometa un baño de oscuridad o nos salve de un amor monstruoso, que no sabe devolvernos nada más que un reproche pasivo, indolente y frío.

Moore no nos cuenta nada nuevo, por supuesto, que no nos hayan contado Carver o Chéjov, pero en sus manos, magia alquímica del lenguaje, el declive de un matrimonio (Pérdidas de papel) puede resultar un paisaje nunca visto. Un mundo terrible, un cielo precioso: las dos caras de un vinilo que encontramos en un desván, y que no recordamos haber comprado. Un descubrimiento a la vuelta de cada esquina, de cada página. Esa es la esperanza que nos reserva todo gran escritor. Y con eso deberíamos estar satisfechos. Y agradecidos.

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