CRÓNICA
Lorde, a su manera
La cantante neozelandesa mostró una identidad propia en la presentación de 'Melodrama' en el Sant Jordi Club
Jordi Bianciotto
Periodista
JORDI BIANCIOTTO / BARCELONA
En ese pop de consumo en que las estrellas juveniles parecen fabricadas para serlo tan solo durante diez minutos, Lorde da un perfil más sólido, con un trasfondo emocional con más relieves que efectismo y una banda sonora que funde brillos instantáneos y capas de misterio. Canciones confesionales, legibles en clave generacional, empaquetadas en un electro-pop de claroscuros, en las que se deja entrever un talento de largo recorrido, con puestas en escena sencillas e insinuantes como la de este lunes en el Sant Jordi Club.
Debut en Barcelona de Ella Marija Lani Yelich-O’Connor, neozelandesa de raíces croatas e irlandesas, con un espectáculo centrado en su carisma de chica adulta hecha a sí misma, que a sus 20 años no desea ganarse el reconocimiento a través de la provocación sexual sino de la exposición de un diario personal con vistas a la madurez. Afrontar la existencia desde la individualidad es el material que envuelve su segundo disco, ‘Melodrama’, más centrado, más suyo y más pop que el primero, ‘Pure heroine’ (2013).
El cabaret galáctico
Combinando piezas de ambos trabajos, Lorde, que, como cada noche, apareció después de que sonara ‘Running up that hill’, de Kate Bush (guiño a un referente de creadora femenina única y total), se movió en un escenario oscuro, transmitiendo un contraste entre emotividad y frialdad: solo tres músicos (batería y máquinas) suministrando fondos electrónicos ante la mirada de una figura de astronauta con perfiles de neón. Un cabaret galáctico en el que Lorde se entregó a las pistas bailables duras de ‘Magnets’ (su encuentro con Disclosure) y desplegó esas líneas vocales originales tan suyas en piezas como ‘Sober’. Grandes expresiones de naturalidad al dirigirse a unos fans volcados: “¡Esto es demasiado para una chica de Nueva Zelanda!”.
Una chica de aspecto normal, sí, que no va ni de diva ni de ‘freak’, que canta muy bien y se mueve con soltura en escena. Su repertorio aún no es copioso (hora y media de pase), pero, más allá de sus tres o cuatro ‘hits’, hubo sustancia en piezas como ‘The Louvre’, el tránsito de la muy clásica balada ‘Liability’ al ‘reprise’ y la repesca de aquel ‘Royals’ al que tanto recuerda la Adele de ‘Send my love (to your new lover)’.
El neón cobró luego otras formas, un pórtico con flores y una estrella en el firmamento, guiando el camino de Lorde, a la que acompañaron dos bailarinas, hacia las álgidas ‘Perfect places’ y ‘Green light’. Y ese ‘Loveless’ en el que se recreó, quizá con sentido de la parodia, en el cliché del desconsuelo sentimental, y con el que cerró la noche sola, de nuevo entre sombras y desamparo electrónico. Lorde, lista para comerse el mundo.
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