Recuerdo a las víctimas en el aniversario de la liberación de Auschwitz

Las voces del Holocausto

Presos en Auschwitz, el 28 de enero de 1945, el día después de la liberación.

Presos en Auschwitz, el 28 de enero de 1945, el día después de la liberación.

ANNA ABELLA / Barcelona

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Con su hablar dulce y afable, la octogenaria Conchita Grangé rememora cómo, con 18 años, tras colaborar en la Resistencia francesa y caer en manos de la Gestapo, llegó al campo nazi de Ravensbrück en 1944 y presenció cómo una SS asesinaba a un niño de unos 3 años -«Le lanzó el perro. Lo mordió y lo destrozó. Después ella lo remató a palos»-; cómo vio a mujeres y niñas víctimas de experimentos médicos -«Les habían operado las piernas, cortado tendones, los músculos, rasgado la piel, se les veía el hueso (...) A otras les inoculaban productos químicos, o las amputaban»-; o cómo, junto con otras presas, se lanzó desesperada sobre un montón de verduras podridas con los disparos de los guardias rozándola -«Sentía el viento de la bala, pero no me tocaron. Fue horroroso verlas muertas a causa del hambre»-. Como explica otro de los 20 testimonios de españoles en los campos de exterminio reunidos por la periodista catalana Montserrat Llor en Vivos en el averno nazi (Crítica): «Es algo que no se olvida. Impregna todo tu ser».

CONTRA EL OLVIDO / Hoy, 27 de enero, 69 años después de que en 1945 las tropas rusas liberaran Auschwitz, se conmemora el Día Internacional en memoria de las víctimas del Holocausto. Pocas quedan aún con vida, la mayoría nonagenarias y centenarias, pero todas siguen insistiendo en la necesidad de contar el horror vivido para que nunca se olvide y no se repita. «Parece muy lejos, pero yo todavía lo recuerdo. Nunca se sabe...», advertía Segundo Espallargas, alias Paulino, el boxeador imbatido de Mauthausen, fallecido con 93 años en el 2012, quien, tras trabajar a diario alimentando las calderas de carbón, cada fin de semana debía salir vencedor en el cuadrilátero que los SS montaban para divertirse. «¡Si no ganas, vas al crematorio!», le decían. Sus puños le salvaron la vida.

Qué fue lo que les ayudó a sobrevivir es una de las preguntas en las que indaga Montserrat Llor, cuyo objetivo ha sido «rendir homenaje y dar voz» a los supervivientes españoles, la mayoría exiliados republicanos, a los que desde el 2008 visitó en Francia, Italia, Austria y España y que le confiaron sus recuerdos. «A Espallargas, con su grandiosidad y nobleza, que siempre buscaba comida para los compañeros, le ayudó el boxeo. En general fueron su ingenio y astucia y sus habilidades particulares. El zapatero [Francisco Bernal] arreglaba botas para los SS, pero además calzó a muchos deportados que si no habrían muerto descalzos sobre la nieve. El dibujante [Manuel Alfonso Ortells] se salvó haciendo dibujos pornográficos a cambio de comida. Influyó la suerte, su juventud y fortaleza física, pero también la mental. El no dejarse abatir, el ansia de querer salir vivos. León Arditti decía que intentaba ahorrar cada milésima de energía, y otros que lo mejor era pasar desapercibido. «Si un kapo se fijaba en ti podía costarte la vida».

PISTA FAMILIAR / A Llor, que contó con la valiosa ayuda, entre otras, de la Amical de Mauthausen y la Asociación de Descendientes del Exilio Español, se le despertó el interés al hallar una pulsera con el número 1.515 llevada por su tío abuelo en el exilio en un campo francés, donde murió, y sobre el que nunca le hablaron. A ello se le añadió el paso y la muerte en Gusen del padre de su suegro. En el prólogo, el historiador Josep Fontana reivindica «el silencio que envuelve aún el recuerdo» de todos ellos y llama la atención sobre que quienes sobrevivieron no pudieron volver a la España de Franco, donde les esperaba la prisión o la muerte, ni fueron acogidos «como era debido» tras la transición, pues a los gobiernos «les resultaba incómodo revivir el recuerdo de las luchas civiles por las que los republicanos» fueron perseguidos.

Solo tres mujeres, miembros de la Resistencia, luchadoras y rebeldes, aparecen en el libro. Conchita Grangé, Elisabet Ricol y Neus Català, que desde que entró en Ravensbrück -«el mundo de los muertos»- solo pensó en sabotear a los nazis. «Pasaron por lo mismo que los hombres, pero además ellas sufrían por ser madres, separadas de sus hijos, a los que mataban, por la prostitución y los experimentos ginecológicos», destaca Llor. Todos, sin excepción, tenían pánico al revier, la enfermería, antesala de la muerte. Marcelino Bilbao sirvió de conejillo de indias: recibió seis inyecciones de benzeno junto al corazón, pero sobrevivió. «A Lázaro Nates le arrancaron de cuajo las amígdalas, sin anestesia, con unas pinzas tal vez ni desinfectadas; a otros, las muelas; a Ramiro Santisteban le querían amputar una pierna; Emilio Caballero se extirpó él mismo un bulto al oír que hablaban de gangrena...».

El horror se multiplica en boca de Edmon Gimeno, que en Buchenwald y Dora debía hacer piras de cadáveres. «El crematorio emanaba un olor horrible y no daba abasto. Había demasiados muertos». Cuando se desbordaba, los quemaban al aire libre. «Veías aquellos ojos que estallaban, el olor de la carne humana... no podía aguantar más». Muchos no lo contaron hasta muchos años después, porque, como le dijo uno a Llor: «Cómo iba a hacerlo. No tenía palabras para transmitir la dimensión de aquella barbarie».