Hallyday épico
Hubo un tiempo en que el rock’n’roll y el pop a la francesa exportaban glamour a través de aquellas portadas de la revista Salut les copains en que Johnny Hallyday y Sylvie Vartan proclamaban su amor. Fascinación pasajera: con los años, las estrellas de le yéyé circunscribirían su poder a Francia y la francofonía, de modo que Hallyday es ese ídolo capaz de cantar tres noches en el estadio de Saint-Denis para verse luego actuando en Barcelona, tras largas décadas sin verle por aquí, en un Liceu que no se acaba de llenar.
Quizá no sea tan anómalo: al fin y al cabo, Hallyday se estrenó en Londres hace cuatro días, en el 2012. Fue después de dejar atrás una temporada delicada, en que a los franceses se les encogía el corazón con las informaciones sobre su cáncer y su coma inducido.
Con este historial clínico aún cercano irrumpió el cantante parisiense, de 72 años, en el Suite Festival como un viejo luchador, un superviviente que desea transmitir una idea de poder, de resistencia, de valores fuertes, que llena su música con capas de instrumentos (banda de 15 integrantes) y reflexiones sentidas en primera persona, y que se muestra como una figura épica. No ya como corresponde a una estrella del rock, sino como un icono.
NOSTALGIA Y NOVEDADES
No se acomodó en la nostalgia y en el Liceu combinó los hitos más remotos, los que estaban en el ambiente cuando, en el verano de 1970, Oriol Regàs le trajo a actuar a la discoteca Maddox, de Platja d’Aro, con canciones de las décadas posteriores, incluidas las de sus dos últimos discos, Rester vivant (2014) y De l’amour (2015), en los que ha contado con autores de planta moderna como Miossec, Vincent Delerm y Jeanne Cherhal. El rock’n’roll juvenil y la balada honda, con su voz reseca pero hiperexpresiva, cargada de vida.
MADUREZ
En la propia Restez vivant, que abrió la noche con gruesas texturas rockeras, nos miró desde una atalaya de madurez, preparándose para un viaje en el tiempo y celebrando «haber creído y haber vivido». De ahí a la fogosa O Carole, de 1964, y la versión de Black is black, de Los Bravos, Noir c’est noir, que fue éxito en su voz dos años después. Despojándose de la chaqueta, luciendo Rock’n’roll actitud, que diría su amigo Loquillo: negro integral, pantalones de cuero, gafas oscuras, pocas sonrisas.
Breves palabras de bienvenida. «Barcelone, ça va bien ce soir?». El Hallyday de las confesiones a corazón abierto: la inflamada Requiem pour un fou, reforzada por los cuatro metales y los otros tantos coristas. El de las baladas emotivas (Quelque chose de Tennessee, con la primera estrofa y el remate cantados por el público, «formidable!»), siempre mirando a la música americana (Oh! Ma jolie Sarah, Gabrielle), y el que vuelve una y otra vez a enamorarse del rock’n’roll y del rockabilly: los estándares, en fibrosa versión acústica, C’mon everybody (La fille de l’été dernier), Mystery train y Blue suede shoes, recordando sus días de «Elvis francés».
Hizo participar al público y se dirigió a las jóvenes fans que le coreaban desde las primeras filas
REFLEJO DEL PASADO
A pie de escenario, un grupo de jóvenes compatriotas que le vitoreaban, «Johnny!, Johnny!», con aquella familiaridad. Público de predominio francés y de edades bastante variadas, indicativo de que, en su país, Hallyday no es, como aquí, un reflejo del pasado.
La carga de profundidad de L’envie, incendiaria, y Hallyday, rugiendo como Eric Burdon en Le pénitencier, su versión de The house of rising sun, y arrodillándose para cantar mirando a las fans sentadas en un palco su tierno éxito L’idole des jeunes. Sofocos soul en Nadine seguidos del himno Que je t’aime, que cantó con el público y que culminó cogiendo la mano de una joven fan y mirándola a los ojos.
El viejo conquistador, cuidando la distancia corta y despidiéndose con la reciente Te manquer, canción grave, de soledad y ausencia. Bastante lejos de aquel joven yéyé que nos miraba desde la portada de 'Salut les copains'.
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