La 68ª edición del festival cinematográfico italiano
Gary Oldman hace volver del frío a Smiley
Tomas Alfredson convence en Venecia con su adaptación de 'El topo', de John Le Carré
La lluvia con la que ayer amaneció la Mostra de Venecia fue definitivamente una molestia, pero es indudable que resultó de lo más adecuada para anunciar la llegada a la competición de una película que, como los buenos espías, surgió del frío. Porque el estupendo thriller El topo está ambientado en la guerra fría, y porque su director viene de Suecia. Después de convertirse en chico maravillas gracias al éxito de su debut, Déjame entrar, Tomas Alfredson se ha atrevido a revolverse con destreza dentro del universo de John Le Carré, el mítico escritor que en una vida anterior perteneció al servicio secreto británico. El topo, de hecho, es la más famosa de las novelas de Le Carré protagonizadas por el agente George Smiley y, para muchos, su obra maestra.
Alfredson ha tomado esa melancólica intriga y la ha convertido en un retrato desapasionado pero casi siempre apasionante de hombres miserables y paranoicos que se deslizan sigilosos por estrechos pasillos y oficinas llenas de humo. «Suecia tiene un sistema de clases muy marcado y un gusto por las conspiraciones, como la Gran Bretaña de los 70», comenta el director para justificar la impecable recreación del Londres de la época, un lugar gris e implacable que bien podría haberse llamado Moscú.
LA TRAMA / «Cuando me ofrecieron hacer la película sentí lo mismo que cuando leí el libro, que era un historia imposible de adaptar», explicó Alfredson en rueda de prensa, que también contó con la presencia de, entre otros, los actores Gary Oldman y Colin Firth. «No se puede adaptar todo el libro, tienes que encontrar un hilo del que tirar». Hecho esto, la historia original ha quedado convertida, aunque solo a primera vista, en lo que los anglosajones conocen como un whodunnit, un misterio astuta y cuidadosamente construido alrededor de la búsqueda de un traidor entre los miembros de la cúpula del MI5, compuesta por un puñado de tipos estirados que juegan con la seguridad de una nación entera.
Podríamos hablar de una sofisticadísima relectura del Cluedo de no ser porque aquí los sospechosos no se llaman Señorita Amapola o Padre Prado sino Soldado, Sastre o Reparador. Y porque, en el fondo, a Alfredson le importa relativamente quién es el traidor. Todos estos hombres, los de ambos bandos, son culpables de algo. Después de todo, la intención de Le Carré siempre fue trazar una metáfora sobre la condición humana. Un espía perfecto es, por definición, un ser humano defectuoso.
Así pues, cualquier comparación de George Smiley con 007 resulta inútil. Son dos planetas diferentes. Bond tiene coches y mujeres, y Smiley encajaría mejor en un congreso de coleccionistas de sellos. «Es por eso que es el mejor espía del mundo», asegura Oldman, magnífico en la piel del personaje. «Tiene esa fantástica habilidad de mantenerse frío frente a la evidencia, su cerebro trabaja mucho más rápido que su cuerpo». El actor tuvo que atemperarse, reducir su interpretación a unos ojos que buscan, que escrutan. Son ojos, por otro lado, tremendamente cansados. Da la sensación de que Smiley ha visto demasiadas cosas y hecho demasiadas cosas, y que toda esa experiencia le ha borrado todo el color y casi la facultad del habla.
ANTECEDENTES / «Comunicar a través del silencio es algo que entiendo muy bien», confiesa Alfredson, y de hecho ya lo demostró en Déjame entrar, con la que El topo establece varios vínculos. Primero, en ambas películas el director lleva a cabo un estudio de gente que vive en las sombras y que dependen los unos de los otros para su supervivencia, aunque en este caso esas personas no son vampiros sino espías. Segundo, en cualquier caso cuestiones como la guerra fría o la batalla entre comunismo y capitalismo son solo sugeridas porque, también como su predecesora, El topo en última instancia puede verse como una historia de amor. O, mejor, de cómo, en la vida de un espía, el amor se convierte en obstáculo, en moneda de cambio o en arma capaz de causar heridas que nunca sanan.
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