EL FESTIVAL GREC

Israel Galván desencadenado

El iconoclasta y genial bailaor deja pasmado al Grec con su último espectáculo, 'La fiesta'

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JOSÉ CARLOS SORRIBES

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Hay un momento en que un (gran) artista da un carpetazo en su trayectoria y decide lanzarse al abismo infinito. Aquello de reiventarse, esa etiqueta tan manida. Lo que ha hecho Israel Galván con 'La fiesta' va mucho más allá. Porque el bailaor y coreógrafo se mueve como funambulista insensato en la frontera –tan fina y peligrosa– entre la libertad absoluta, el delirio y la genialidad. Algo que puede provocar deserciones (las hubo en el anfiteatro del Grec) de espectadores airados y el pasmo general. También en el pelotón de 'galvanistas'. Él, un genio siempre denostado por la ortodoxia flamenca por su baile de aristas y geométrico, puede permitírselo. ¡Solo faltaría! Aunque afronte, quizá, un punto sin retorno en su carrera.

Antes que nada, 'La fiesta0 es un espectáculo que podría haber inaugurado el Grec, un festival acomodado en los últimos tiempos porque intenta jugar sobre seguro en las aperturas y ha dejado atrás apuestas de riesgo como las que planteó Ricardo Szwarcer con las criticadas 'Història d’un soldat' (2008) y 'Prometeu' (2010). Se comprende, por supuesto, que Cesc Casadesús no haya querido liarla parda en su primera edición. Pero siempre resulta enriquecedor huir de posturas acomodadas y Galván es un incuestionable número uno. Muy vinculado, además, al Mercat de les Flors que el actual director del Grec ha dirigido la última década.

JUERGA DE MADRUGADA

'La fiesta' es una celebración, digamos, 'performántica' que agota los adjetivos: subversiva, provocadora, delirante, desnortada, libérrima, infantil por momentos, sombría y oscura en otros, atropellada, irregular en el ritmo e interés, caótica, grotesca y de comicidad colindante con el humor amarillo japonés… Galván, más que una fiesta, ha planteado en su deconstrucción del flamenco una juerga de madrugada en la que sus nueve protagonistas parecen acusar la resaca de una larga noche. Todos bailan, cantan, dan palmas, balbucean, se inventan un idioma, emiten sonidos guturales, onomatopéyicos…

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Y más delirios: a los bailaores El Junco y Ramón Martínez –enorme en su danza sobre las puntas de sus botas– los viste con el chándal del Betis, el equipo del alma de Galván. O que Niño de Elche cante con los pantalones a la altura de los tobillos y luego con la panza al aire y americana. O que Alia Sechami igual entona a Puccini que piezas de aire magrebí. O que un cuarteto bizantino, ubicado (casi escondido) entre el público ponga el tono sagrado a la música. O que el guitarrista Carafé toque una pata pelada de jamón convertida en una guitarra eléctrica. O que todos escupan palomitas en una escena. ¡Qué locura!

BAILE A RAS DE SUELO

Hablar de ligazón narrativa es absurdo en un montaje paródico del flamenco, ¡uy, los ortodoxos!, que pide una mirada desacomplejada, que casi obliga a no tomárselo en serio. Solo a disfrutar de cada detalle, de cada salida de tono. Galván pone a todo el mundo, él al frente, contra las cuerdas. Él es quien desvela el código, si es que hay alguno, de 'La fiesta' al irrumpir en escena, tras bajar a gatas las escaleras del Grec, bailando a ras de suelo una suerte de flamenco horizontal.

Pone el cierre con un solo majestuoso e inmenso acompañado de una voz telúrica de Niño de Elche donde, ahora sí, deja huella del estilo que ha hecho de Israel Galván de los Reyes un bailaor fuera de catálogo. Genio desencadenado