El espíritu de El Bulli

Juli Soler, socio de Ferran Adrià en el restaurante de Cala Montjoi, fallece a los 66 años

1. Con Ferran y Albert Adrià (2007). 2. Con Ferran Adrià en Cala Montjoi (1990). 3. La pareja, al timón en un homenaje en la Costa Brava de los cocineros de Girona (2011). 4. Con Marketta Schilling, dueña de El Bulli (1990). 5. Soler, con una foto de

1. Con Ferran y Albert Adrià (2007). 2. Con Ferran Adrià en Cala Montjoi (1990). 3. La pareja, al timón en un homenaje en la Costa Brava de los cocineros de Girona (2011). 4. Con Marketta Schilling, dueña de El Bulli (1990). 5. Soler, con una foto de

FERRAN IMEDIO / BARCELONA

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quienes trataron con Juli Soler (Terrassa, 1949) podrían llenar páginas y más páginas de anécdotas, la mayoría de ellas divertidas, curiosas, alocadas. Como era él, un tipo dado a la broma, un hombre travieso, juguetón, cercano, imprevisible. Pero el legado que deja el director de El Bulli va mucho más allá de una colección de anécdotas porque su papel en la historia de la gastronomía es fundamental. Y en eso también están de acuerdo sus amigos y colegas. No se entendería el restaurante de Cala Montjoi sin su trabajo como director ni su ojo clínico para fichar a Ferran Adrià, primero, y apostar por él después en los malos momentos (que los hubo, como la pérdida de una estrella Michelin) y en las arriesgadísimas decisiones estratégicas, como cerrar medio año o los mediodías. Además de establecer una nueva manera de servir y atender a los comensales, tan desenfadada como profesional.

Todo eso explicaban ayer a este diario sus colegas, que también eran amigos dado el carácter alegre y expansivo de Soler. Estaban tristes por un desenlace más o menos esperado, aunque no tan repentino, ya que la enfermedad neurodegenerativa que se le había detectado hace años se aceleró en las últimos días.

Nada hubiera sido igual si, como él contaba, a finales de 1980 no hubiera llegado a tiempo a la entrevista de trabajo con los propietarios de El Bulli, Hans y Marketta Schilling. No tenía dinero para llegar a cala Montjoi desde Roses, así que enfiló el camino al restaurante a pie. Primero andando, luego corriendo, para no llegar tarde. La suerte hizo que alguien le recogiera en la carretera y le llevara hasta allí en coche. Llegó sudado, despeinado, pero los Schilling vieron en él a la persona ideal.

No se equivocaron. Poco después, el que iba a ser el rolling stone de la gastronomía española mucho antes de que la mitad de los chefs actuales reivindiquen el rock & roll en los fogones, fichó a Fermí Puig, y más tarde, a sugerencia de este, a un chico que había conocido en la mili: Adrià. Ahí comenzó la revolución. Perdieron la estrella Michelin, pero siguieron juntos con el descaro y el atrevimiento que les hizo únicos.

«UNA INTELIGENCIA EXTRAORDINARIA» / Puig, que se pasó la mañana llorando («tenía que haberme llamado mañana [por hoy] para cantarme por mi santo lo de Uno de enero, se lamentaba), recordó que le conoció en 1977, cuando Soler se encargaba de La Sila, un local de Granollers de la familia Parellada en el que igual tocaba Jaume Sisa o La Voss del Trópico que se podían comer unos buenos macarrones a las tantas de la noche. Cada día, por cierto.

Era la época en que compraba discos en el extranjero que no llegaban a España o llegaban meses más tarde, y los iba vendiendo por las radios, como recuerda el periodista Xavier Agulló, que frecuentaba Radio Juventud por aquel entonces. «Si no fue porque su padre le pidió ayuda para el restaurante de una fábrica de Terrassa, se habría metido en el negocio de la música», explica. Trabajaba en una tienda de discos y vendía entradas de los conciertos de rock que montaba Gay Mercader, otro de sus grandes amigos: «Recuerdo que le presenté a los Stones y al salir a la calle se tiró al suelo a hacer la croqueta. ¡Era más grande que la vida!».

«Es cierto que Juli se comportaba de una manera un poco estrambótica pero tenía una inteligencia extraordinaria y le dio alma al restaurante, y con Ferran lo convirtieron en el monumento más grande que se ha hecho nunca en la cocina occidental. Juli tuvo al cocinero que se merecí a y Ferran tuvo al mejor socio posible. Ambos eran genios», resume Puig de sus dos grandes amigos.

Antes de conocer a Puig y a Adrià, un jovencísimo Soler había trabajado a mediados de los años 60 en Reno junto a Josep Monje, que abandonó el restaurante en 1967 para montar Via Veneto. Ayer, su hijo Pere Monje recordaba la trascendencia del alma mater de El Bulli en la profesión. «No solo supo ver el potencial de Adrià, sino que era un gran conocedor de la hostelería europea porque había estado en los grandes restaurantes, y supo llevar el oficio de la sala a una dimensión nueva, imprimiéndole una personalidad propia, con un punto desenfadado pero muy profesional, y dando importancia al vino. Ya entonces intuía hacia dónde evolucionaba la sociedad».

Monje, que subraya la capacidad para hacer equipo y crear escuela de la pareja, también valora el trabajo oscuro que hizo brillar a Adrià: «Puso la sala al servicio del genio más grande que ha visto jamás la cocina. Es tan difícil imprimir ese ritmo de cuarenta y pico platos por comensal para tantas mesas sin adelantarse ni retrasarse en el pase, y con unos platos tan delicados y difíciles de servir por la textura o la temperatura... Aquello era una máquina perfecta».

«REVOLUCIONARIO» / Josep Roca estaba también tocado, pese a que nunca había trabajado con él. Pero sus palabras dan la dimensión exacta de Juli Soler: «Fue siempre una inspiración y un referente porque fue un genio en la sala, un revolucionario en la atención al cliente, un transgresor divertido pero exigente y profesional que hizo entender que ir a un restaurante es una experiencia de vida. Aportó desenfado, rompió el hielo y las barreras de los restaurantes clásicos. Hizo el gran cambio; hay que reconocerle la trascendencia que ha tenido en la gastronomía en los últimas décadas».