CRÓNICA
Yann Tiersen, después del fin del mundo
El músico bretón desplegó las composiciones a piano de 'Eusa', su contemplativo último disco, en el Festival Jardins de Pedralbes
Jordi Bianciotto
Periodista
JORDI BIANCIOTTO / BARCELONA
Si en el disco anterior, conocido como ‘∞’, o ‘Infinity’, Yann Tiersen se inspiró en la connivencia con la naturaleza experimentada en Islandia, el más reciente, ‘Eusa’, desplaza las miradas a otra isla, situada esta en el punto más occidental de Francia, en la costa de Bretaña. Ahí, en Ouessant (en francés), o Eusa (en bretón), vive desde hace unos años el autor de la banda sonora de ‘Amélie’ dejando que su música, cada vez más inmaterial, se funda con las fuentes de sonido que le procura el hábitat natural.
Y el resultado es ese conjunto de piezas instrumentales que se mostraron primero al mundo en forma de partitura (el libro ‘Eusa’, publicado a finales del 2015) y más tarde, casi un año después, de disco, si bien, en el camino. Tiersen, inquieto por tocarlas en directo, las paseó por conciertos como el que ofreció en mayo del año pasado en el Palau. Composiciones a piano que representan una destilación de su lenguaje musical: del neosinfonismo de años atrás, con gestos de experimentación pos-rock, Tiersen ha viajado hasta un suave impresionismo de mínimos con el que parece hacer méritos para establecerse como el Erik Satie del siglo XXI.
NOSTALGIA DE LA TRANQUILIDAD
Una amplia selección de estas piezas desfiló en el recital de Pedralbes, en un recinto con las entradas agotadas. Hay qué ver cómo gustan en Barcelona los pianistas filo-minimalistas: este mismo festival lo ha comprobado con el lleno, dos noches, de Ludovico Einaudi. Lo de Tiersen es menos severo, apela a una melancolía que podemos interpretar como evocadora de una tranquilidad perdida. Con palabras de la poetisa bretona Anjela Duval, en la voz de su mujer, como pórtico y cierre de una sesión de estética austera, sin distracciones. Un par de luces blancas en el suelo y una roja pendiendo sobre el piano.
Tiersen, hombre de pocas palabras, procedió a entregarse a sus combinaciones de arpegios primero con prudencia, como si le incomodara violentar el silencio, luego con un afán caudaloso, a través de piezas como ‘Porz goret’ o ‘Kereon’, salpicadas por sonidos de olas y de aves. La isla de Eusa se encuentra en el departamento francés de Finistère y, en efecto, la suya fue la música del fin del mundo, de después de apocalipsis, de redención a través de la melodía pura en fricción con el silencio.
Una hora de trayecto y, luego, otra media en la que alternó el piano (dos citas a la banda sonora de ‘Tabarly’) con otros dos instrumentos: el violín (con el que rescató la convulsa ‘7 P. M.’, del álbum ‘Les retrouvailles’) y el piano de juguete, un modelo blanco que tocó sentado en el suelo, mirando de reojo a Pascal Comelade y haciendo tintinear las teclas en ‘La valse des monstres’. Un acercamiento a ‘Amélie’ que fue completado luego, de nuevo con el violín, con ‘Sur le fil’. Reflejos de vidas antiguas que se fundieron con la calma extrema del patio de butacas.
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