CRÓNICA DE CONCIERTO
alt-J, capas y capas de misterio
La banda británica desplegó su intrincado art-rock en un Sant Jordi Club con las entradas agotadas
Jordi Bianciotto
Periodista
Jordi Bianciotto
Muy de vez en cuando, un cuerpo extraño entra en órbita y muchas miradas se fijan en él. Tiene una forma distinta, parece haber surgido de la nada y su trayectoria describe unos giros caprichosos que dejan boquiabiertos a los ciudadanos agolpados en los balcones. Algo así ha sucedido con la entrada en escena de alt-J, un grupo rematadamente raro que llena recintos como el Sant Jordi Club, que le acogió este lunes.
En este trío de Leeds todo parece pensado para hacerte fruncir el ceño: desde ese nombre en clave (el atajo para la letra griega delta en los teclados Apple) hasta una música que luce ingredientes tan avanzados como tribales, de aspecto retorcido y fondo sencillo. Sus miembros no juegan con una imagen carismática: sus siluetas aparecen poco más que recortadas en un escenario protagonizado los efectos de luz, barras azuladas con estética fría de ciencia ficción.
Inocencia e intimidación
Si el talento suele expresarse logrando que lo difícil parezca fácil, alt-J se decanta por un camino inverso, pero no se puede decir que no deje un rastro de fascinación en el camino. Ahí estuvieron canciones como 'Deadcrush', de su reciente 'RELAXER', que eligió para abrir la noche, con Joe Newman canturreando una melodía de aires folk con una voz entre gutural y aflautada. Cenefas melódicas sencillas, que transmitían inocencia, contrastadas con un imponente aparato electrónico, esa es una de las fórmulas de una banda que presume de no tenerlas. Como en 'Fitzpleasure', donde una especie de canto tirolés diseñado por ordenador se fundió con texturas industriales.
La música de alt-J, que se estrenó en sala en Barcelona (antes se había dejado escuchar en el Primavera Sound del 2015), desliza discretas tramas bailables en torno a un aura mística, dándose importancia y apelando a una especie de fuerza motora ancestral. Su propuesta parece el resultado de una intrincada ecuación matemática, si bien es posible aislar los componentes: 'Something good' dio una idea de lo que sería una canción country en manos de Rush y debajo de las capas de orquestaciones suele reposar un gancho melódico muy elemental y con connotaciones de cultura popular. El componente folk se mostró en esas armonías vocales de bosque y en la bucólica guitarra acústica de piezas como 'Pleader', a las que daría su visto bueno Steve Howe (Yes).
Todo se encaminó a la construcción de una catedral sónica realzada por composiciones como 'In cold blood' o esa 'Matilda' que avanzó entre sombras como en los momentos introspectivos de Radiohead. Música no siempre tan compleja como aparenta y que juega con habilidad con nuestras demandas de misterio y de formar parte de algo especial. Lejos, por cierto, del indie-rock sexualmente desafiante de la telonera de la noche, Marika Hackman, excantautora lánguida redimida por la electricidad y por canciones que harían felices a The Breeders, como 'Boyfriend'.
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