CRÍTICA DE CINE

'Maudie, el color de la vida': trazos borrosos

Aunque la biografía de la pintora Maud Lewis logra matizar su discapacidad, el predecible romance eclipsa toda posibilidad de devenir un estudio psicológico

NANDO SALVÀ

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Aunque de ningún modo puede decirse que 'Maudie' reformule el biopic, es cierto que al menos trata de hacerse suya la fórmula: si por un lado la directora Aisling Walsh intenta explorar los pormenores de la creación artística mientras reduce el complejo devenir de una vida a la típica estructura dramática de tres actos, por otro intenta dotar la narración de matices haciendo justicia a la discapacidad de su protagonista. Se trata de la pintora folk Maud Lewis, que a lo largo de su vida produjo cantidades ingentes de primitivos cuadros de pájaros, perros, gatos, caballos, árboles y barcas al tiempo que luchaba contra un severo caso de artritis, que dejó sus manos y hombros plegados sobre sí mismos y mermó considerablemente sus capacidades.

Es una pena que Walsh concentre buena parte de la película en la complicada relación amorosa que la pintora mantuvo con Everett Lewis, un vendedor de pescado que inicialmente la maltrataba pero poco a poco fue rindiéndose a sus excentricidades. En pantalla, es un romance enteramente predecible que paulatinamente va cediendo a la sensiblería y en el proceso eclipsa lo que podría haber sido un fascinante estudio psicológico.

En cualquier caso Sally Hawkins y Ethan Hawke logran capturar eficazmente las idiosincrasias de sus respectivos personajes, coqueteando con el exceso pero sin perderse en él. Es gracias a ellos que, aunque en última instancia la película no tenga nada nuevo que decir acerca del arte o del amor, al menos sí acaba ofreciendo algunas reflexiones valiosas sobre las relaciones de largo recorrido.