EL LIBRO DE LA SEMANA

CRÍTICA | Luis Landero: vivir a lo que salga

La filiación cervantina de Landero se manifiesta en varios planos en 'La vida negociable'

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DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

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Ante cada nueva novela de Luis Landero se renueva el lugar común de su estirpe narrativa cervantina, muy ostensible en 'Juegos de la edad tardía' (1989), y de su prosa acicalada y de aroma clasicizante. Sin ser falsos, esos tópicos, a base de repetirse sin explicarse, pueden ocultar las peculiaridades de la obra de Landero, sus lealtades esenciales en la composición de sus novelas. La filiación cervantina de Landero se manifiesta en varios planos, el de la concepción de la novela como un itinerario de historias que se suceden y se interfieren, se quedan suspendidas y se reanudan, abriéndose a numerosos tipos sociales, a diversos registros lingüísticos, a toda suerte de anécdotas y de subgéneros narrativos. También en el tono conversacional y el humorismo que impregnan el relato. Pero quizá el rasgo más cervantino no esté en estos aspectos formales sino en el tratamiento de sus personajes, seres soñadores e incompletos en  búsqueda permanente de su inalcanzable completitud, insatisfechos de toda laya, abúlicos o hiperactivos, bonachones o canallescos, en una sociedad que parece burlarse de ellos, como ocurre con el protagonista de 'La vida negociable', Hugo Bayo.

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Hugo es el narrador y, como un pícaro que justificara, socarrón, sus trapacerías y chanchullos, cuenta su vida a un público que somos nosotros ('Señores, amigos, cierren sus periódicos...'). De acuerdo con el patrón picaresco, su relato se remonta a la inocencia de la niñez de la que es expulsado cuando su madre comparte con él un secreto de adultos. En ese ingreso en el mundo desencantado de los mayores encuentra un alma gemela en Leo, la niña misántropa con la que compartirá gran parte de sus peripecias. Landero, que es un excelente creador de personajes, da en esta novela una galería de figuras memorables que, con su mera aparición, sostienen el interés de la trama.

Es el caso de Leo o del brigada Ferrer, pero sobre todo del padre de Hugo, el obeso, ultracatólico y corrupto gestor de fincas cuya filosofía de un poco de maldad y un mucho de amor no logra convencer a su hijo, quien, sin embargo, acabará agradeciendo y aplicando la idea de su progenitor de que en la vida (incluso en la del espíritu) todo es negociable. Ley de trepas y sinvergüenzas, de marrulleros y embaucadores, de matones y pusilánimes que Hugo hace suya con más aplicación que éxito.

Sin más oficio ni beneficio que su habilidad para la peluquería, descubierta en la mili, Hugo se empeña en boicotear la posibilidad de ser un gran profesional siguiendo la primera ocurrencia que se le cruza y que, de modo inexorable, ha de concluir en fiasco. Su recuento vital pasa del drama a la comedia, de esta al esperpento y vuelta al drama social con reflejos de farsa para derivar hacia el folletín, el policiaco y hasta el teatro en una movilidad de géneros en la que resulta especialmente afortunado el episodio erótico con la mujer "barroca" del coronel.

Landero ha evitado el desenlace cerrado porque la vida no tiene estructura, sino que, como aprende Hugo, es más bien un absurdo revestido de lógica, una mojiganga idiota en la que uno debe negociar consigo mismo para aminorar la magnitud del fracaso. Este regreso a la ficción después de su autobiografía 'El balcón en invierno' (2014), nos devuelve al Landero más amargo, el que observa la existencia como desde la ribera de los muertos, con condescendencia y zumba, retratándola sin dramatismo como el drama que de verdad es.