CRÓNICA

Conmoción en el Romea

Oriol Broggi y todo su equipo deslumbran con la brutal tragedia de 'Incendis'

Julio Manrique y Clara Segura, en una escena de 'Incendis'.

Julio Manrique y Clara Segura, en una escena de 'Incendis'.

JOSÉ CARLOS SORRIBES
BARCELONA

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Cuando todo un teatro se pone en pie, con los consellers Puig y Mascarell incluidos, para aplaudir es señal inequívoca de que se ha producido un acontecimiento. Así ocurrió el miércoles en el Romea con Incendis, la tragedia del canadiense nacido en Beirut Wajdi Mouawad que Oriol Broggi despliega con la sabiduría y pasión que precisan una obra mayúscula, y no porque dure tres horas. Una forma artesanal de hacer y vivir el teatro, la del director barcelonés y su compañia, se doctoran en el Romea con el esperado reencuentro, además, de Broggi con Clara Segura y Julio Manrique, soberbios intérpretes y cómplices de su carrera.

Incendis se ha visto como una reedición de Edipo rey, de Sófocles, en la que el héroe trágico es hoy una mujer (Nawal), cuya muerte abre una epopeya brutal, la que viven sus hijos (Simon y Jeanne) tras descubrir que tienen un hermano al que no conocían y un padre al que creían muerto. En su testamento, Nawal les pide, casi ordena, que entreguen un sobre a cada uno. A partir de ahí se cruzan tres historias, la de Nawal que se quedó embarazada a los 15 años y tuvo que deshacerse de un hijo al que buscó toda su vida, la de ese niño abandonado, y las de sus hermanos gemelos en una búsqueda que les lleva hasta su país. No se dice en la obra, pero es el Líbano azotado por la guerra civil (1975-1990).

Mouawad teje el texto, admirablemente traducido por Cristina Genebat, con una poesía que conmueve hasta la lágrima y precisión de cirujano. Al reto responden Broggi y su equipo con un viaje apasionante, que iniciaron yendo al Líbano para palpar sobre el terreno la odisea de Incendis y capturar unas fotos que sirven de contextualización.

Pues bien, Broggi y sus grandes intérpretes nos conducen de forma admirable a ese escenario de amor y odio. Lo hacen en un Romea deconstruido por un director que juega como pocos con los espacios escénicos y sin añadir artificios que manchen su puesta en escena.

CONSTANTES CAMBIOS / Si el reto no fuera grande, esta versión se sirve con solo ocho intérpretes, lo que obliga a que todos los actores hagan más de un papel. Y con un gran telón de fondo, cuatro cubos, una mesa de despacho, una manguera, un aspersor, cambios de vestuario, certero juego de luces y sonido y poco más enlaza los constantes cambios de situación y tiempo. El público lo puede seguir, alguna vez con dificultad sí, porque siempre ganan el texto y el excepcional trabajo actoral. Segura y Manrique se salen. Ponen emoción, rabia, pausa, contención... lo que haga falta. Y Xavi Boada, el notario que lee el testamento, oxigena una historia tan trágica con su comicidad.

Entre todas las escenas impactantes, que no son pocas, hay una que traspasa el alma: los parlamentos de de Nawal (Segura) y Sawda (Marcià Cisteró) cuando deciden vengarse tras la matanza en un campo de refugiados. Y si hay que buscar algún pero estarían todos en la segunda parte cuando se chapurrea francés e inglés de forma algo gratuita, cuando el retrato de un francotirador roza la caricatura innecesaria, como lo parecen las canciones que brotan también en esa parte. Para nada ensombrecen una propuesta brutal.