Nueva novela del escritor vasco

Bernardo Atxaga «La literatura es una forma de vivir más despacio»

El escritor vasco Bernardo Atxaga, hace unos días, en Madrid.

El escritor vasco Bernardo Atxaga, hace unos días, en Madrid.

JUAN FERNÁNDEZ
MADRID

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En el 2007, un imprevisto llevó al escritor vasco Bernardo Atxaga (Asteasu, Guipúzcoa, 1951) y a su familia a vivir un curso entero en el estado norteamericano de Nevada, donde llegó invitado por una universidad en calidad de escritor visitante. La experiencia impactó tanto al autor de Obabakoak que ha acabado dando sustento a su nueva novela, Días de Nevada (Alfaguara), escrita en parte en forma de diario y en cuyas páginas el Lejano Oeste aparece lleno de evocaciones a su infancia y sus raíces.

-¿Qué hace un vasco como Atxaga en un desierto como el de Nevada?

-No crea, hay más conexiones de las aparentes. Esta zona está llena de vascos que emigraron hace más de cien años, pero cuya huella y vínculos con Euskadi permanecen. Por otro lado, el Lejano Oeste puede resultarle a uno más familiar que su propio pueblo natal.

-¿En qué sentido?

-Nevada está poblada por los vaqueros, los indios y los paisajes que aparecían en los libros y películas del Oeste que leí y vi de niño. ¿Cómo ir a Virginia City y no pensar en El Virginiano? En Pyramid Lake vi a los indios paiutes que aparecían en los tebeos de tramperos que devoré de crío. En los casinos sonaban Creedence y Elvis, la música de mi juventud. Todo me parecía familiar y evocador. Todo, excepto el paisaje.

-¿Qué le pareció?

-Dice el autor mexicano Daniel Sada que al lado del desierto, cualquier paisaje es decorado. No puedo estar más de acuerdo. El desierto es brutal, inquietante, orgánico. El sol abrasa, todo es gigante. Cuando volví al País Vasco, sus colinas me parecían un parque. Me impactó tanto, que el desierto se convirtió en un elemento más del libro.

-¿Llegó a Norteamérica buscando inspiración, o se la encontró allí?

-Nada de esto estaba previsto. Al llegar me acordé del Poeta en Nueva York de Lorca y pensé hacer una especie de Poeta en el Lejano Oeste, pero la realidad acabó llevándome a la novela. Lo poético se esfuma cuando al tercer día de estancia en Reno te toca presenciar en un restaurante la detención de un tipo peligroso con una parafernalia policial como nunca has visto. Y lo dice alguien que viene del País Vasco y ha visto de todo.

-¿Qué le ocurrió después?

-Sin que yo lo buscara, empecé a cruzarme con hechos que abrían ventanas en mi memoria. Un día encendía la tele y aparecía King-Kong, uno de mis monstruos favoritos, sobre el que he escrito mucho. Otro día me cruzaba en Reno con la huella del boxeador vasco Uzcudun, cuya historia personal conozco a la perfección. Otro día presenciaba la detención en mi calle de un pederasta, algo que me impactó, tanto como la morbidez de los norteamericanos hacia el tema de los niños desaparecidos. Encuentras sus fotos en los supermercados y los parques. Inevitablemente, todo eso acabó en la novela.

-¿Qué impresión se ha llevado de la sociedad estadounidense?

-Me ha sorprendido lo sola que está la gente. Y también el miedo que arrastran. En sus almas hay un gran temor encerrado, que conecto con esa soledad en la que viven. Lo curioso es que la gente es tremendamente bondadosa.

-El libro se anuncia como novela, pero se recorre como un diario y tiene pasajes propios del ensayo. ¿Era buscada esa transgresión de géneros?

-A mí me interesa lo elemental, diría que cada vez más. Y en esta ocasión, lo elemental eran los personajes que venían a mí, entre los que también estaba el paisaje, o mi madre, cuya muerte forma parte igualmente del libro. Me dediqué a escribir piezas sueltas, hasta que descubrí el orden que debían tener. Al final, la literatura es eso, orden. Un relato es una sucesión de hechos ordenados. Esto es lo elemental, el resto es accesorio.

-¿No le preocupa el desenlace de la historia?

-El tipo de lectura que me interesa se parece al que hacen los ciegos con la yema de sus dedos. Ellos tocan superficies que evocan en su interior imágenes y sensaciones. Yo solo aspiro a que el lector, al transitar por los espacios que retrato, también viaje por su interior.

-Una descripción muy poética para ser usted un narrador.

-Yo ya no estoy en esto para crear historias con suspense que epaten al lector con una gran sorpresa final. Me aburre ese tipo de ficción. Más que el lugar a donde se llegue, me interesan el recorrido y las evocaciones que ese viaje provoque. Concibo la literatura como una forma de pensar, sentir y vivir más despacio que la que marca la vida real. Me imagino a los lectores refugiados en recodos del paisaje para protegerse de las inclemencias del clima.

-¿Siempre fue así?

-Antes concebía la literatura como un recurso para explicar la realidad y me embarcaba en aventuras como El hombre solo, que escribí con la esperanza de que se entendiera mejor el tema vasco. Eran otros tiempos. Yo era joven, estaba en la universidad y me influían autores como Bertolt Brecht, cuyo Poemas y canciones considero el libro más importante del siglo XX. Digamos que ahora me he replegado.

-¿Ahora qué busca?

-Escribir libros que le ayuden a la gente a darse una vuelta por su vida.

-¿Qué más ha cambiado en su forma de escribir?

-Cada vez le doy más valor a mi origen campesino. Provengo de un pueblo de la Guipúzcoa profunda, una zona socialmente infravalorada, denostada por no ser aristocrática. Hubo un tiempo en el que traté de escapar de esto, pero hoy doy gracias por no haber nacido burgués. Le debo a mi origen la relación que mantengo con la naturaleza, los juegos y el lenguaje. Es mi forma de estar en la vida y la literatura, mi sitio, y hoy, que me siento más cerca de lo esencial, lo reivindico más que nunca.