con voz propia

Antoni Miralda: "Mi trabajo está en el proceso. Que se acabe o no es lo que menos importa"

Cuarta entrega de la serie de seis entrevistas con personalidades de la sociedad catalana en colaboración con Catalunya Ràdio, que las emite íntegramente en su web.

Antoni Miralda, en la sede de Food Cultura, en el edificio  Moritz.

Antoni Miralda, en la sede de Food Cultura, en el edificio Moritz.

JOSEP MARIA MARTÍ FONT

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Antoni Miralda descubrió su condición de artista mientras sobrevivía a la angustia del servicio militar en el campamento de Castillejos (Tarragona), en pleno franquismo, y la escultura observando las formas de un petate. Desde entonces ha desarrollado una obra extraordinaria que ha ido adquiriendo dimensiones cada vez mayores y que alcanza su clímax cuando se las apaña para organizar el matrimonio entre las estatuas de Colón de Barcelona y la de la Libertad de Nueva York. Artista, pero también antropólogo, Miralda nos introduce en la historia de la humanidad, en las grandes preguntas de la existencia, a través de la comida. Desde hace años colabora estrechamente con su compañera Montse Guillén, una gran cocinera que acabó haciéndose artista. Ahora vive entre Miami, Barcelona y el resto del mundo.

Nació en Terrassa en una familia del ramo del textil, en 1942. A principios de la década de 1960 ya estaba en París, donde conoció a una serie de jóvenes artistas catalanes -Jaume Xifra, Joan Rabascall, Benet Rosell...- instalados, como él, en la heterodoxia. Era el momento de la eclosión del Nouveau Réalisme, movimiento con el que se les identificó, en parte por su relación con el entonces crítico de referencia Pierre Restany. «Algunas veces por los pelos», matiza Miralda. «Es cierto que hay una coincidencia en el tiempo, pero es Alexandre Cirici Pellicer quien nos bendice con el nombre de Grupo de París, y es a través de Restany que empecé a tomar conciencia de lo que sucedía. Pero desde la distancia. Yo no conocía a ninguno de los artistas de aquel movimiento. Ni a [Daniel] Spoerri, a quien conocí mucho más tarde; a Arman, a quien encontré en Nueva York en los años 70 o a Christo. En París yo llevaba un viaje muy personal, de descubrimiento. Siempre te preguntas quién te ha influenciado. Los futuristas, los dadaístas, etcétera, pero hay un punto en que uno hace su propio camino. Yo no salí de una escuela de arte donde había un trazado y debía seguir unas pautas para llegar».

En París empieza todo. «En Barcelona no tenía vínculos. Mis vínculos eran dar un paseo por la calle de las Tàpies y luego ir a la ópera con mi padre, en el gallinero. Esas sopranos sensacionales y esos puntos de vista tan teatrales. Pero la base me la fabriqué in situ en París. Pasaba mucho más tiempo en los grandes almacenes como La Samaritaine o Le Bon Marché; en la calle, en el bulevar, que en los museos. Aunque el Musée de l'Homme sí que me impactó, pero más tarde». Para ganarse la vida trabajó como fotógrafo de moda, lo que le permitía «llevar una vida de artista sin ser artista». «Pero es cierto que iba a comer a L'École des Beaux Arts, en cuyos sótanos se guardaban todos los cuadros de los pintores premiados y los becarios de Roma; ese mundo de las escuelas de arte que siempre me ha fascinado pero no me quise meter nunca».

De esta época son las esculturas con soldaditos de plástico y los ceremoniales que realiza con Rosell, Xifra y Selz; unas fiestas en las que se mezcla la comida, las máscaras y los colores a modo de ritual. Una práctica artística que supone una ruptura en toda regla con la que en aquellos momentos imponen en Catalunya los pintores de Dau al Set, que culmina en la abstracción y que se establece como la ortodoxia dominante.

París se le quedó pequeño a principios de la década de 1970. Hubo un momento en que se hizo evidente que las cosas empezaban a pasar al otro lado del Atlántico. Tuvo una oferta para una exposición en Chicago. En Nueva York conoció a otro artista catalán, Antoni Muntadas, con el que compartió un loft, palabra que nace justo en aquellos momentos para designar viejos almacenes del sur de Manhattan con alquileres baratos que ocupan artistas. «Lo primero que uno recibe en Estados Unidos es esta... [hace el sonido de aspirar], como un imán. Me despierta un interés enorme; un país tan grande, hecho de todo tipo de elementos, de todos nosotros, donde existen todas estas identidades tan claras y donde uno puede ser más idéntico que en su propio país, porque tiene espacio y respeto. En Europa yo no sabía lo que era el respeto por lo que uno dice y por lo que uno hace».

La aventura de El Internacional

El Nueva York de principios de la década de los 70 es el lugar donde todo se cuece. «Lo que entonces está funcionando es el arte como actividad, como posibilidad. Hay una vida underground muy importante que no está todavía aceptada dentro del mercado del arte, aunque ya está conectada, porque de allí saldrán luego una serie de nombres que ocuparán el mercado. Desde los talleres, desde los lofts, desde las primeras instituciones tipo Kitchen o el Film Forum, son espacios muy vitales publicitados por el boca a boca o el flyer; el mínimo de expresión. La ciudad tiene una energía inmensa; un vaso de vitaminas que te bebes cada mañana o cada tarde. Y la vida nocturna».

Miralda se zambulle en esta vorágine, articula su práctica como artista y conoce a todo tipo de gente, a personalidades claves como Charlotte Moorman o Nam Jun Pike. Entra en un periodo de gran actividad. Realiza instalaciones en museos, organiza desfiles y ceremoniales, relacionados casi siempre con la comida, como Fest für Leda, en la Dokumenta de Kassel de 1977 o el desfile Wheat & Steak, para la asociación de ganaderos y agricultores de Kansas City. Conoce a la que será su socia y compañera Montse Guillén y juntos lanzan la aventura de El Internacional, un espacio en Nueva York que nace «como una propuesta distinta a la de un simple restaurante, como espacio de intervención, como posibilidad...». El Internacional se convierte en un lugar imprescindible para cualquiera que llega a Nueva York y quiere saber lo que pasa.

Cuando aquello se acaba, Miralda se lanza a su proyecto más ambicioso: el matrimonio de la estatua de la Libertad con la de Colón de Barcelona. «Mi trabajo está basado en el proceso. No puedo saber la extensión que tomará: lo que tengo muy claro es que tiene una dimensión en el tiempo: comienza en 1986 y debe finalizar en 1992. Que se acabe o no acabe es lo que menos importa. Está bien que pase, pero también es interesante que algunas cosas no pasen, porque esto pone en cuestión el trabajo y de la reacción salen otras cosas. Son procesos largos, duros y dolorosos, de los que uno siempre sale endeudado y también las familias». La propuesta de lista de bodas, recogida en el libro Honeymoon, se presentó en la Fundació Joan Miró en 1988. Para muchos era difícil de imaginar, pero Honey-moon sorteó todo tipo de dificultades, a caballo de dos continentes, y llegó a puerto. La boda se consumó en Las Vegas.

Entonces, la Exposición Universal de Hannóver del 2000 le pidió a Miralda que montara un pabellón sobre el tema de la comida, el Food Pavillion, lo que le supuso una oportunidad de oro para poner en orden todo el material que había reunido. «Hannóver es el entrenamiento y el laboratorio. Es allí donde las cosas se ponen en su sitio. El trabajo se organiza a través de una publicación: Menús, que explica los procesos. Después llegan las muestras en Barcelona de La Caixa y La Virreina; también exposiciones de reflexión con las que queda claro cuáles han sido mis centros de interés. A partir de ahí, empiezo a desarrollar un trabajo mucho más colectivo en torno al hecho alimentario».

Es el proyecto Sabores y Lenguas: «Una visión muy exhaustiva, casi archivística, para explicar las conexiones inimaginables, inimitables, infinitas que hay entre la cultura y lo que nos rodea a través de la comida. Uso la comida como medio explicativo. Los conocimientos que poseen las comidas son como estratos, como un sándwich de conexiones, experiencias y culturas. Cada país, cada lugar, cada origen posee una riqueza propia. Estas riquezas se comunican entre sí a través de los ingredientes que han viajado de un lugar a otro. Unos ingredientes que han servido como elementos del gusto, de la fiesta y del placer, y también de la violencia, ingredientes por los que se han declarado guerras, como las especies o la patata».

Mirando al sur

Para esta fase Miralda mira al sur. Deja Nueva York y se instala en Miami, y empieza a viajar por Latinoamérica. «Hacía tiempo que me interesaba mucho, por su extraordinaria riqueza, por el reto de expresarlo de una manera que se entienda, que tiene que ver con el lenguaje; la lengua tiene que ver con el lenguaje y por supuesto con el gusto. También tiene que ver con las experiencias culturales y con lo local, sabiendo que lo local es la suma de experiencias que se han ido añadiendo». Miralda utiliza el plato como la pieza para transmitir la información básica de cada lugar. Son platos en los que hay dibujada una lengua y donde se inscribe la información básica. La obtiene trabajando con la gente. «Normalmente hay una institución local a la que pido que me abra las puertas y me conecte a un nivel popular. No quiero depender solo de las estrellas y los curadores, sino que busco a la gente de los barrios. Me estimula la cultura popular y descubrir cómo la sabiduría consigue sobrevivir y organizarse; mezclarse y enriquecerse. Ha sucedido a todos los niveles y en todos los lugares; desde Venezuela hasta Bogotá, trabajando con escuelas de cocina, con instituciones sociales, con gastrónomos...». Sabores y Lenguas, sin embargo, no es un proyecto gastronómico. «Existen conexiones, pero yo no las he buscado ni las he provocado. Son actividades diferentes. Siempre he tenido muy buen contacto con chefs y hemos intercambiado charlas, pero para este proyecto casi siempre trabajo con artesanos. El secreto de Food Culture es que es una manera de pensar».

 

Además de toda la obra que ha producido durante su carrera, de dimensiones no necesariamente reducidas, Miralda es un gran coleccionista de objetos populares, de iconografías sorprendentes encontradas en mercados y mercadillos. Durante un tiempo intentó convencer a las autoridades de Barcelona para montar una especie de museo de Food Cultura sobre la comida. Encontró un antiguo Palacio de la Exposición Universal de 1929, en Montjuïc, y logró que se lo cedieran provisionalmente. «Pensé que estaría bien que existiera un espacio físico, más allá de los espacios conceptuales en que los artistas estamos acostumbrados a trabajar. Tener ese palacete abandonado era un lujo. Creí que había despertado un interés real y resultó que no. No conseguí ni un duro pero sí las llaves. Arreglamos los suelos, lo limpiamos mínimamente y durante dos años hubo una serie de actividades, a modo de ofertas para explicar lo que ese sitio podría llegar a ser».

Ahora se mueve en la red. «Aquel proyecto pasó a ser un museo sin paredes, lo que me permitió no quedar atado a un espacio físico, por más caja de bombones que fuera. El trabajo no ha cambiado, pero el hecho de que exista esta dimensión de comunicación me permite realmente trabajar al mismo tiempo en diferentes procesos; reunir y poder guardar para la memoria el patrimonio cultural: desde una receta de la abuela hasta objetos reencontrados sin ningún tipo de valor. Es un trabajo de reciclaje y documentación, fuera del comercio, para que realmente la gente tenga acceso. No hay medios físicos para poder hacer tantos libros de tantas páginas o tantos workshops o tantos desplazamientos. De ahí mi interés en este concepto de museo sin paredes conectado con la red».

No renuncia, de todos modos, a seguir acumulando objetos. Su estudio barcelonés es buena prueba. «La bola se va haciendo más grande y la necesidad de conservar estos objetos y ponerlos en una nevera, aunque sea virtual, la tengo y me obsesiona. Pero al mismo tiempo me gusta borrar la pizarra inmensa en la que mucha gente ha estado escribiendo mensajes y añadiendo datos y piropos, como se hizo en México, en Caracas, en Lima o en la Bienal de Sao Paulo. Borrar la pizarra es una gran felicidad». Los objetos, reconoce, le fascinan. «La idea del archivo tridimensional existe. Son miles y miles de elementos, memorabilia, desde un papel de envolver una naranja hasta el plástico del chupa-chups. Forman parte de esta cultura que creo que es importante guardar». Recorrida Latinoamérica, ahora Miralda mira a Oriente; a China y a Corea y también a una nueva vía de trabajo: «el Alicament (alimento y medicamento), donde la presencia china oriental y china es impresionante».