El apache en la colina

50 años después de 'Últimas tardes con Teresa', de Juan Marsé, son otros los no aceptados, los que están fuera

Juan Marsé, en su despacho con la primera edición de 'Últimas tardes con Teresa'

Juan Marsé, en su despacho con la primera edición de 'Últimas tardes con Teresa' / ALBERT BERTRAN

CARLOS ZANÓN

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'Últimas tardes con Teresa' es Barcelona mirada por el apache desde lo alto de la colina. Por el otro, el no aceptado, el que está fuera. Esa mirada golosa, fascinada pero también resentida. La misma que nos hace el magrebí, el sudamericano, el eslavo cuando se cruza con nosotros. Cuando lleva a sus hijos a las mismas escuelas que llevamos nosotros a los nuestros, cuando cree que pueden conseguir nuestros mismos trabajos. Cuando imagina Barcelona, la idealiza, la recompone de nuevo, la convierte en un muro, un hogar, un desierto, una oportunidad a lo largo de los días y los años.

Allá abajo, la metrópolis, Babilonia, El Dorado o el campamento de caravanas para continuar con el wéstern como el lugar donde pasan las cosas, donde están el dinero, las chicas, que no las hermanas de tus amigos, y huelen distinto, donde ocurre todo lo que no le pasa al apache, al charnego en su tiempo, al recién llegado siempre, al que nunca es aceptado y asimilado por una estructura de clases dura e impermeable. El otro, a lo sumo, puede conseguir -por dinero, por belleza, por la necesidad casi antropológica de los que creen que siempre han estado aquí de que les entretenga, les divierta, les haga sentir más justos, más morales, más de izquierdas-  una apariencia de integración, un asimile de segunda división y poco más.

El  'murciano' Manolo en la obra de Marsé no es más que la actualización del arribista de las novelas del XIX y, como él, busca reventar la banca, trabajar poco y casarse con la hija del jefe. Subido a su moto, en lo alto de la montaña del Carmelo, como el indio a lomos de su caballo, baja a la ciudad a robar dinero y chica, y en ese ataque inocula vida, suspicacia a algunos ciudadanos pero también nostalgia de arrabal en otros. La evidencia de que a la existencia también se la puede zarandear. El no integrado, el que habla otro idioma, tiene otras perspectivas de futuro, veranea en la propia ciudad, mira Barcelona como un escenario donde se representa una obra que se celebrará aunque él no la mire. Ama Barcelona, le fascina y, quién sabe, quizá también tenga ganas de verla arder.

Como en muchas novelas de Marsé, los personajes andan equivocados en quiénes son y qué ven en el otro. El Pijoaparte se equivoca con Teresa Serrat y viceversa. Se atraen, se seducen, se buscan por motivos equivocados e intentan amoldarse -como nosotros en nuestras vidas- a lo que creemos que los demás ven y quieren de nosotros. Hay un destrozo brutal en ello tanto si el fraude es un éxito como si no.

Muchos años después de su publicación, en los primeros ochenta, otro escritor (entonces de canciones) llamado Sabino Méndez localizó otra montaña y atrapó a otro pijoaparte, otra rubia que, al parecer, se había hecho formal, y toda la melancolía de la derrota de quien quiere irse porque sabe que la ciudad ya le ha expulsado.

La motocicleta del murciano es ahora un coche, un vehículo que su autor, fascinado por la mítica rock, convierte en cadillac. Solitario, obvio. Loquillo era la voz que cantaba aquella historia universal. La del que quiere otro final en el papel que ya le han escrito y que, al ser perseguido, acaba cayendo de la moto robada, borracho viendo desde lejos las luces de ciudad, o con una camiseta de Messi falsa vendiendo cervezas en la barriga del Leviatán.