Una figura indiscutible de las letras en castellano

Ana María Matute, el genio escondido

Ana María Matute en noviembre de 2010, tras el anuncio del Premio Cervantes. Abajo, en 1954, tras ganar el Planeta.

Ana María Matute en noviembre de 2010, tras el anuncio del Premio Cervantes. Abajo, en 1954, tras ganar el Planeta.

ELENA HEVIA
BARCELONA

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Lo dijo ayer Enrique Vila-Matas que tanto la quería: «Vivía un genio entre nosotros y muchos no han querido enterarse». Ana María Matute (Barcelona, 1925) murió la mañana de ayer en el Hospital de Barcelona cumpliendo así su último acto de ocultamiento. Hace unos 15 días que estaba ingresada por problemas cardiorespiratorios en el tramo final de una mala salud de hierro que la ha hecho entrar y salir de los hospitales más de una veintena de veces. Ahora es probable que a golpe de obituario, muchos se enteren de que era una de las grandes o mejor dicho uno de los grandes autores de este país, o de estos países.

No toda la culpa de ese descuidado reconocimiento, de ese juego del escondite, la tienen los demás, que también. A ella misma le gustaba presumir de francotiradora -lo era y mucho, cuando en España se llevaba el realismo puro y duro a ella le gustaba trufarlo de magia cuando no trasladarse a un personal remedo de los tiempos del Rey Arturo- y de rarita, «más que un perro verde», solía enorgullecerse. Si hubiera nacido décadas más tarde el epíteto friki le vendría al pelo, pero es difícil asociarlo con una aparentemente dulce ancianita de pelo blanco, que es su imagen más icónica. También esta imagen es falsa y facilita la ocultación. No hay nada dulce en esta mujer, ni en ella ni en su escritura. Es cierto que le gustaban los cuentos de hadas, pero aquellos cuentos sin espurgar en los que la hermanastra de Cenicienta se corta un cacho de pie para que le entre el zapato o aquel en que la suegra de La bella durmiente se come a los niños en plan gore. «Es que la infancia es cruel», repetía.

Hija de casa bien -su padre era fabricante de paraguas-, se inició en la escritura de niña para dar continuidad a la fantasías que la acechaban cuando su madre la encerraba en el cuarto oscuro de su piso en los barrios altos o en aquellos esplendores en la casa de los abuelos en Logroño esperando a los elfos mientras se tumbaba en la hierba (esa anécdota le gustaba repetirla ante los periodistas descolocados).

Empezó a publicar a los 23 años con Los Abel (una mención en el Nadal) aunque su primera novela Pequeño teatro la escribiese con 17 años y, recuperada años más tarde, ganara el Planeta.

Fue una mujer realmente hermosa, con un punto turbador y aires a lo Anne Bancroft. Pero se equivocó en su primer matrimonio, tanto que no había entrevista en la que no evocara a Ramón Eugenio de Goicoechea, el Malo, un poeta de poca monta más preocupado por aparentar que por escribir a quien González Ruano describió como una «gárgola que vomitaba vinos de tormenta en el Barrio Chino». El Malo se lo hizo pasar mal, sin agradecerle -porque eso era evidenciar que la escritora era ella- que la economía familiar se sostuviera en los cuentos que Matute publicaba en revistas femeninas.

En los años 50 separarse era una heroicidad, sobre todo cuando lo decidía la mujer. A la Matute los jueces la castigaron quitándole la custodia de su hijo Juan Pablo que no pudo recuperar hasta que el niño cumplió 10 años. Ese fue un gran golpe. Y aunque no le faltaron los reconocimientos: ganó el Nadal por Primera memoria, y el de la Crítica y el Nacional por Los hijos muertos, la Matute siguió siendo un placer lector para unos pocos. Que su nombre hubiera sido elevado a las instancias del Nobel en Estocolmo es algo que apenas trascendió.

Y para acabar de adobar el ocultamiento, una maldita depresión la puso fuera de juego durante dos décadas con una mítica novela inacabada, Olvidado Rey Gudú, que muchos creían inexistente. Tuvo que mediar su agente Carmen Balcells que prácticamente la secuestró en un despacho con una secretaria para que la novela viera por fin la luz en 1996 y con ella la segunda vida de Matute. Esta vez mucho más visible, convertida ya en la tierna ancianita, salsa de todos los premios, graciosa consumidora de gin-tonics y lingotazos de whisky -promovió su consumo en la RAE-, paciente entrevistada. Una etapa que coronada por el Cervantes puso bajo los fotos su última novela, Paraíso inhabitado, lo más cercano a un relato autobiográfico de su infancia, y la que será ya su obra póstuma con un título puro Matute, Demonios familiares, que aparecerá en septiembre, en la que volverá brillar su exquisita rareza.