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'Todas las canciones hablan de mí', el desamor y el olvido

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QUIM CASAS

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Aunque Fernando Trueba siempre ha equiparado a Billy Wilder con Dios, en su cine como realizador, y en sus apreciaciones como crítico y espectador, siempre se ha notado la muy decisiva influencia del cine francés. Su hermano, David Trueba, también lo confirmó con su primera película, La buena vida, rodada en 1996, que tenía mucho del mejor François Truffaut. Ahora es Jonás Trueba, hijo de Fernando y sobrino de David, quien manifiesta las raíces francesas de la familia con Todas las canciones hablan de mí, que le debe algo al mismo Truffaut y otro tanto a Eric Rohmer.

La herencia francesa es pues la menos díscola, la narrativamente más clásica, lejos de los subterfugios narrativos del maquiavélico Jean-Luc Godard. Los Trueba, y Jonás sigue la tradición, se basan más en el texto y la forma interpretativa antes que en la organización atrevida de la puesta en escena. Y en Todas las canciones hablan de mí, que parece la crónica autobiográfica de una exaltación amorosa y la posterior separación e intento de olvido, el texto es lo principal: diálogos, lectura de cartas, referencias de libros, emociones expresadas epistolarmente cuando el cuerpo (y el actor) no alcanzan a hacerlo de otro modo.

En el filme abundan los personajes algo desencantados, pero también bastante impostados, que parecen recitar más que hablar y trasiegan brotes de nihilismo dificiles de creer. La cinta está recubierta de una patina de falsa qualité, muy francesa, cierto, pero eso solo lo saben hacer bien los cineastas galos, que incluso consiguen sublimar lo que a veces parece ridículo. Siendo una película sobre el afecto y el desafecto, a esta ópera prima de Jonás Trueba le falta emoción, atisbos de verdadera pasión.