RELATO. MI BANDA SONORA / Y 5

1979. The Clash

The Clash fueron la despedida de los 70: arrogancia, ideología, velocidad. A su lado, las viejas glorias del rock se mostraban como dinosaurios lentos y previsibles. The Clash eran una mezcla de tantas influencias que ni ellos mismos sabían a donde se dirigían, pero corrían tan de prisa que nos gustaba.

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VICENÇ PAGÈS

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A finales de los 70, cuando un rocker greñudo de la edad que entonces tenían nuestros padres se deleitaba onanísticamente en un solo de guitarra de cinco minutos, nuestra identificación era cero. The Clash tuvo la virtud de actualizar la rebelión. Creaban canciones cortas, rápidas, enérgicas. Eran inquietos, tenían veintipocos años: los estábamos esperando.

Cuando me compré London calling, había leído algún artículo sobre los Clash, pero no los  había oído nunca. Como en el caso de Police, las expectativas eran tan altas que la impresión solo podía ser decepcionante. En aquel elepé doble había pop, reggae, dance, rockabilly, dub, sección de viento, alegría de vivir y crítica social, pero nada de aquel nihilismo destroyer que ansíabamos encontrar en él. En 1979, el punk ya iba de baja, pero no nos habíamos dado cuenta porque la diferencia con Londres no era en horas sino en años.

A fuerza de oír aquel álbum, sin embargo, aprendí a apreciar algunas canciones. En primer lugar, la que le da título, que es también un himno de la época. Después vinieron The right profile (un divertimento sobre Montgomery Clift), la energía controlada de Hateful o Clampdown, las aterciopeladas Jimmy Jazz o Guns of Brixton, y mi preferida, un regalo inesperado al final de la cuarta cara, una canción que no aparecía en los créditos y del que en años venideros descubriría su título, Train in vain.  Cada corte del disco era un reto que había que paladear por separado. Las fundas incorporaban las letras escritas a mano y los contactos fotográficos de la grabación en blanco y negro, una estética que ahora se considera clásica.

El año siguiente llegaría el triple Sandinista!, que viene a ser un catálogo de rarezas: el rap The magnificent seven, la versión infantil de Career oportunities, una paranoia de noise tridimensional como Shepherd delight, la espiritual The sound of sinners, el folk inquietante de Tymon Dogg en Lose this skin. Ya desde el título, The Clash incorporaba un ingrediente relevante como la ideología que aparecía explícitamente en canciones como Washington bullets («Please remember Victor Jara / in the Santiago Stadium»). El grupo era una recopilación de estilos, ritmos e ideas, no exactamente coherente pero rico y enriquecedor (estoy convencido de que la movida madrileña podría haber salido íntegramente de este grupo). Lo opuesto a The Clash eran los Ramones, siempre idénticos a sí mismos, uniformados y conservadores -en particular Johnny Ramone, partidario confeso de Ronald Reagan.

Más tarde me compré los discos anteriores de los Clash: el que lleva el nombre del grupo (1977) y el titulado Give 'em enough rope (1978). El primero era pura furia («I'm so bored with the USA, White riot, London's burning»), pero ya incluía el reggae Police & thieves. El segundo aportaba elevadas dosis de autoconciencia y carpe diem, como el estribillo de All the young punks, que dice: «Laugh your life / Cos there ain't much to cry for. / All the young cunts / Live it now / Cos there ain't much to die for».

Vuelvo a ver los videos de los conciertos de los Clash y me trasmiten una energía que sigo considerando contemporánea. Anclado en aquellos años, tiendo a ver todo lo que vino después como un simulacro, una caricaturización comercializada de aquella estética que todavía considero de una modernidad agónica. Y, con todo, la portada de London calling (eso lo supe mucho después) es una cita del primer disco de Elvis Presley, en la que aparece la misma familia de letra con los mismos colores y la misma disposición. La diferencia es que en la primera portada, Elvis toca la guitarra, mientras que en la segunda aparece, desenfocado, el bajista Paul Simonon estrellando el bajo contra el suelo del escenario.

No me mantuve fiel a los últimos discos del grupo, ni tampoco a los grupos que surgieron de la disolución, como Mescaleros, fundado por Joe Strummer, el cantante de la voz rota. En cambio, vi con placer el documental Future is unwritten (2007), que repasa su trayectoria. Hacia el final, poco antes de morir, tan maduro como podía llegar a ser, Strummer resume su visión condescendiente del punk: eran «hippies con cremalleras».

En 1980, el año siguiente a la aparición del disco London calling, Julien Temple dirigió Rock and rock swindle, un documental sobre los Sex Pistols. En la canción del mismo nombre aparece un grupo de chicos insultando a los iconos de la época, entonces considerados dinosaurios. Se mencionan con nombre y apellido a Ian Dury, Mick Jagger, Bob Dylan, David Bowie, Rod Stewart y Elton John. Treinta y cuatro años después, el único que ha desaparecido de los escenarios es Ian Dury, muerto de cáncer en el 2000. El resto continúa en activo, cantando ante el Papa, la reina y sus nietos.

No recuerdo lo que escuchaba durante la primera mitad de los 70, pero en mi memoria  y al margen de las recuperaciones radiofónicas y de las resurrecciones crepusculares -no siempre representativas-, la segunda mitad de la década estuvo dominada por Abba (hippies con brillantina), Ramon Muntaner (hippy de nación oprimida), Isaac Hayes (hippy de color) y The Clash (hippies con cremalleras, cadenas, velcro y botones). Por lo que respecta a AC/DC se les puede considerar una reacción lograda, ya que ponen al revés, con violencia artística, todos los estilemas del hippismo.