RELATO. MI BANDA SONORA / 2

1975. Música negra

Durante los años 70, la música negra irrumpió con fuerza en TVE, una vez eliminada la carga política: del 'black power' se había pasado al 'black is beautiful'. En la transición, cuando el futuro era imprevisible, bailar era una manera momentánea de instalarse en la certeza.

1975  Música negra_MEDIA_1

1975 Música negra_MEDIA_1

VICENÇ PAGÈS

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

En 1976 llega a TVE la serie Shaft, protagonizada por el policía negro del mismo nombre. Los créditos iniciales muestran las calles de Nueva York. De pronto, el zoom se centra en Shaft (chaqueta de piel, jersey de cuello alto, cabello afro, bigote espeso que baja por las comisuras) subiendo las escaleras del metro, caminando por la acera con chulería, deteniendo los coches cuando quiere atravesar la calle, satisfecho de ser quien es y de estar donde está. Al fondo, suena un tema instrumental (bajo, charles, pandereta, violines, trompetas) en el que irrumpe una voz aterciopelada que casa a la perfección con las imágenes que estamos viendo: «Who's the black private dick / That's a sex machine to all the chicks? / Shaft, ya, damn right». Acabamos de descubrir la música de Isaac Hayes, el compositor de Soul man, que es también el primer afroamericano que obtuvo un Oscar por una banda sonora. El año siguiente fue una de las estrellas del festival Wattstax, conocido como el Woodstock negro, donde se presentó vestido con cadenas doradas desde el cuello hasta las rodillas y fue presentado como Black Mose, el título de uno de sus elepés.

A los babyboomers, la música negra nos llegó de pequeños. Ya en 1973 TVE había programado la serie de dibujos The Jackson Five, en la que Michael y sus hermanos cantaban y vivían aventuras: quedaban lejos todas las desgracias que años venideros rodearían a la familia. No recuerdo que entonces viera ninguna película de Pam Grier (recuperada por Tarantino en Jackie Brown), pero sí las de Cleopatra Jones, una negra alucinante que tenía el pelo como la activista Angela Davis y propinaba coces a los traficantes de droga con la eficacia de Bruce Lee mientras sonaba Hurts so good, cantando por Millie Jackson. Los detectives más conocidos de aquel yermo televisivo, Starsky y Hutch, no eran negros, pero sí lo eran su jefe y su contacto en la calle, Huggy Bear, que se pasaba el día escuchando soul electrónico.

En Estados Unidos, la música negra sirvió para canalizar la energía que se había desencadenado a finales de los 60: el black power y los Black Panthers se reconvirtieron en el black is beautiful. Las canciones tenían ritmo, utilizaban el slang de los barrios afroamericanos en letras donde el dance y el shake eran eufemismos sexuales que no engañaban a nadie (aunque por estos parajes daba lo mismo, porque no entendíamos ni el inglés de la reina) Incluso en Alemania, surgieron grupos de negros. El más conocido fue Boney M, que aquel año puso en circulación el rompepistas Daddy cool y una versión bailable de Sunny, aquella maravilla de Bobby Hebb: una canción tan bonita que ni siquiera los arreglos discotequeros conseguían estropearla. Otro grupo alemán era el trío de chicas sobremaquilladas llamadas Silver Convention, que bailaban, más que cantaban, Get up and boogie y Flyrobin, fly, canciones estrellas coreografiadas con más voluntad de estilo para las bad girls que bailaban ante las jukebox de la época.

En año 1976, Franco acababa de morir. Quizá porque el futuro era incierto, todo el mundo bailaba el Shake shake shake (your booty) de KC & the Sunshine Band. Una de las redes sociales de la  época eran los autos de choque  que nunca faltaban en pueblos y ciudades. Alrededor de las pistas, unos bancos de metal que no ganarían nunca el premio FAD servían para que los jóvenes se apoyaran en ellas con indolencia e iniciaran conversaciones necesariamente esquemáticas debido al volumen de los altavoces, de donde surgía la música de Motown.

La música -que se percibía como la antesala del sexo- podía ser la mejor venganza contra la explotación laboral. El año siguiente, el Tony Manero de Saturday night fever remacharía aquella asimilación: la revolución hormonal se asociaba a la periferia étnica y a los trabajos poco cualificados. Ser el amo de la pista durante el fin de semana podía compensar la humillación los días laborales. En las discotecas catalanas de los años 70, los  peones  y los ayudantes de camarero eran los bailarines más constantes, los que llevaban los pantalones más acampanados y las camisas más ceñidas -los más motivados y victoriosos.

Los años han generado malentendidos. El primero es de índole social. Cuando hoy en día las hijas de las clases adineradas saltan a la pista a bailar I will survive de Gloria Gaynor o Machine gun de los Commodores, parecen haber olvidado que en los años 70 aquella música se identificaba con la alegría sabática del proletariado. En general, los fans de Genesis y Pink Floyd consideraban que la música bailable era propia de cafres. Recuerdo unos adhesivos para los coches que emulaban las campañas antinucleares: «Disco sound, nein danke».

 

El segundo malentendido se refiere a la calidad. El tiempo ha hecho de filtro, pero los que nacimos en los 60 todavía no hemos olvidado todas las agresiones que sufrieron nuestros tiernos oídos. Porque Chic todavía no había llegado y no todo era Isaac Hayes o Diana Ross o Ike & Tina Turner.

Hoy quiero acabar recordando dos de los peores engendros de aquellos años. Uno es Soul Dracul, de Hot Blood, una melodía que incita al odio desde su primera audició. La otra es el músico Cerrone, un productor de origen italiano que aparecía en todas las portadas junto a una chica desnuda y que tenía un parecido prodigioso con el director de cine de Banyoles Albert Serra.

Y MAÑANA:  2. 1977: Ramon Muntaner