Análisis

Sin señas ni rasgos

MARTÍ PERARNAU

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Bien, el fracaso es tan contundente como revelan los números: la selección española había encajado seis goles en 1.800 minutos (dos Eurocopas y un Mundial completos), y se va de Brasil habiendo recibido siete en apenas 180 minutos. Cuando encajas más goles en dos noches que en 19 partidos con tres prórrogas, la caída es demasiado estrepitosa como para argumentar atenuantes. Sencillamente, la selección ha estallado por dentro.

De las derrotas no se aprende. Eso es un tópico engañoso. En las derrotas has de callar, bajar la cabeza, felicitar al ganador y reflexionar sobre los errores. Y eso cuesta. Se aprende en las victorias. Cuando ganas es cuando puedes y debes prevenir los futuros desastres. La selección española ha ganado una barbaridad, pero no está nada claro que aprendiera demasiado. Por aprender, ni siquiera se aprendió el nombre del modelo de juego que practica, el juego de posición, al que sigue llamando juego de posesión, en una confusión lingüística que va mucho más allá del apellido: revela un carácter.

Hay algo peor que no poseer una identidad de juego y es no comprender los rasgos que la componen. España se ha llenado la boca durante seis años con palabras que no reflejan nada, como toque; ha dado una importancia estúpida al anecdótico porcentaje de posesión; y ha alcanzado la caricatura con ese aberrante apodo del tiki-taka.

Además de las señas tradicionales del juego de posición (avanzar agrupados, buscar hombres libres detrás de las líneas de presión, etc), el éxito se fundamentó en tres rasgos referenciales: correr sin desmayo, no aflojar jamás la concentración y generar constantemente espacios a los que mandar el balón. Por lo que sea, ni las señas ni los rasgos se han ido ejecutando en los últimos tiempos con la misma aplicación. Lo cierto es que un equipo conocido por su organización colectiva se basó cada vez más en la inspiración de los individuos, hasta hacerse irreconocible. Si antes España provocaba el error del rival, y a partir de él construía su éxito, últimamente se limitaba a esperar que se produjera. Finalmente, la selección jugaba mal su juego. Lo que practicaba era un sucedáneo. Y enfrente no había unos cualquiera precisamente, sino equipos serios, bien dirigidos, ambiciosos, con ideas claras y la mente limpia de intoxicaciones.

El camino del éxito solo se retomará desde la comprensión de las señas de identidad que se han ido perdiendo. Tan cainita como es, probablemente España prefiera la furiosa destrucción y dirá que ha perdido un estilo, cuando lo que ha perdido es una pésima manera de ejecutar dicho estilo.