testigo directo

Los ojos de la ballena que iba a morir

Ser miembro de Greenpeace ha dado grandes momentos de satisfacción a Maite Mompó, pero también instantes dolorosos. Esta mujer nació tierra adentro, en Albacete, pero un buen día decidió hacerse a la mar con los barcos de la organización ecologista y en ellos acabó pasando ocho años de su vida. Todo eso queda recogido en un libro en el que narra su experiencia: 'Rainbow Warriors. Historias, legendarias de los barcos de Greenpeace'.

bloqueo en alta mar. Una balsa del buque 'Esperanza' de Greenpeace intenta evitar la transferencia de una ballena capturada del pesquero japonés a su nave nodriza, en el Antártico, en diciembre del 2005.

bloqueo en alta mar. Una balsa del buque 'Esperanza' de Greenpeace intenta evitar la transferencia de una ballena capturada del pesquero japonés a su nave nodriza, en el Antártico, en diciembre del 2005.

MAITE MOMPÓ

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Navegar, vivir en el Rainbow Warrior e ir a salvar a las ballenas... Si alguna vez he tenido un sueño desde niña, definitivamente es ese. Había seguido las andanzas del barco desde la primera vez que lo vi, a finales de los años 70, persiguiendo a balleneros en alta mar. Años después, en 1985, lloraría de indignación al verlo semihundido en un muelle de Auckland, herido de muerte por los servicios secretos franceses cuando el barco se disponía a parar las pruebas nucleares programadas en Mururoa, en el Pacífico sur. Me enteré de muchas más cosas acontecidas en Greenpeace a lo largo del tiempo cuando me hice socia de la organización un par de años después. Muchas de estas cosas, algunas de carácter épico, estaban directamente relacionadas con los barcos, siempre presentes en Greenpeace como pilares fundamentales de su propia historia.

A veces la vida da muchas vueltas hasta encontrar una senda por la que siempre habías anhelado caminar. El momento de verme por primera vez trabajando como marinera de Greenpeace Internacional llegó en el 2004, embarcando en Argentina en el Arctic Sunrise. Me costó acostumbrarme a tanta cosa nueva que asimilar. Durante tres meses, mi lugar de trabajo y mi casa serían los mismos, compartiría mi vida con entre 15 y 30 personas más, tratando de entenderme en una lengua que no era la mía con otras gentes cuya lengua tampoco es el inglés o bien con angloparlantes de acentos tan diversos como pueden ser el canadiense, el australiano o el de Alaska. Los únicos espacios realmente míos eran la litera donde dormía y un pequeño armario. Así comenzó mi vida en la mar, una nueva vida vivida en el microcosmos que constituyen los barcos de Greenpeace, integrado por gentes venidas de todo el planeta con una motivación compartida. Y cada viaje, todo un reto, una experiencia única.

fue también el 'arctic sunrise' el que me llevó a las latitudes más meridionales del planeta, las aguas que rodean el continente antártico. Interponerme entre el arpón y la ballena fue sin duda una de las experiencias más duras de mi vida. Tener frente a mí lo más hermoso y bello, aguas salpicadas de indescriptibles icebergs y pobladas por seres que en su mayoría no han visto jamás a un humano, acompañado de lo más terrible, la muerte sanguinolenta de un magnífico ser como es la ballena. De ahí guardo muchas imágenes y sensaciones difíciles de olvidar, como fue el sentir mi vida en peligro viendo un arpón volando por encima de mi cabeza o intercambiar mirada con una ballena instantes antes de ser abatida, y el cuerpo dolorido tras días y días de mala mar.

A bordo del Esperanza navegué en otras dos ocasiones y creo que lo más memorable fue la campaña para detener el arrastre de profundidad en los montes marinos. Ese invierno del 2004 navegué en el Atlántico norte con olas de hasta 13 metros de altura, abordé por primera vez un barco, y con un grupo de compañeros pasé toda una noche durmiendo sobre la red de un arrastrero. Un mes después, en el puerto de Vigo, nuestro barco fue asaltado por unos enojados pescadores, algunos de los cuales tenían intención de prenderle fuego (el habernos arrojado desde el muelle múltiples insultos acompañados de docenas de huevos de gallina y alguno que otro de avestruz no les había parecido suficiente). Finalmente, la situación se resolvió de forma pacífica pues, como dice el refrán, dos no se pelean si uno no quiere.

En agosto del 2006 me embarqué por primera vez en el Rainbow Warrior (el segundo de la saga), barco velero que me cautivó de inmediato, y a partir de ahí ya solo navegaría en él. Zarpamos de Barcelona para dirigirnos al otro extremo del Mediterráneo, a una zona tantas veces teñida de sangre en el nombre de Dios. El conflicto entre Israel y Hezbolá acababa de terminar y supervisamos en el terreno el daño medioambiental sufrido, que en el caso de Líbano era abrumador. Fue aquella una travesía en la que las murallas y las guerras estuvieron omnipresentes puesto que después fuimos a Chipre y a Croacia. Un par de días antes de desembarcar casi acabo atrapada en la cámara-congelador del barco. Afortunadamente, conseguí salir tras unos interminables minutos (tiritando toda y con las yemas de los dedos a punto de congelación).

Unos meses después estaría de nuevo surcando el Mediterráneo en un tour por varios países y zonas marítimas, trabajando en diversos temas que afectan a este mar. Del Rainbow Warrior partirían las neumáticas con la treintena de activistas que, rodillo en mano, dejaríamos impreso en pintura negra y en grandes letras «hotel ilegal» sobre la enorme fachada de El Algarrobico, paradigma de todas las ilegalidades e irracionalidades en construcción que puedan acumularse en nuestras maltrechas costas. A la tripulación del barco nos tocó pintar la letra G, por ser los guiris.

EN EL 2008, MI NUEVO DESTINO marítimo fue Nueva Zelanda, Aotearoa en su nombre maorí. El país situado en las antípodas de la península ibérica nos acogió para que el barco realizara una campaña sobre el cambio climático. En cada ciudad que visitamos, cantos maorís nos dieron la bienvenida. Los neozelandeses consideran al Rainbow como algo suyo, puesto que fue en el puerto de Auckland en donde sucedió el terrible atentado en el que también perdió la vida el fotógrafo Fernando Pereira. Realmente, estar en ese país a bordo del segundo barco que porta el mismo nombre nos brindó muchos momentos emotivos e inolvidables a la tripulación.

En noviembre del 2009 me volvería a embarcar en Barcelona, ciudad en la que se estaba celebrando la reunión preparatoria de la COP15, la 15ª Conferencia Internacional sobre el Cambio Climático de la ONU. Pocos días después de mi llegada, algunos miembros de la tripulación y activistas españoles colocamos pancartas llamando a la acción sobre las grúas que rodean la Sagrada Família. Allí encaramados sufrimos al ver todos los problemas que tuvieron que sortear los compañeros que llevaban la gran pancarta, la que tenía que colgar desde el brazo de la grúa más alta. Pesaba unos 50 kilos, eran 600 metros cuadrados de tela, hacía mucho viento e iban a contrarreloj. Finalmente, la consiguieron desplegar con un fondo teñido de los tonos rojizos del atardecer. Ese periplo habría de terminar en Copenhague, sede de la cumbre mundial en la que había puestas grandes expectativas en que por fin se tomarían medidas efectivas para frenar el desastre climático. Sin embargo, los políticos solo escucharon a los poderes económicos de facto y la cumbre fue un fiasco. En Copenhague quedarían detenidos durante 21 días cuatro activistas de Greenpeace que se colaron en la cena de Gala de la reina y el Rainbow Warrior se convirtió durante esa Navidad en un lugar especial pues tuvimos conviviendo con nosotros a los familiares de los detenidos y a muchos otros que venían a poner su granito de arena para conseguir su libertad. Una experiencia a nivel humano impresionante.

mi última travesía a bordo del segundo Rainbow Warrior duró cinco meses, casi el doble de lo normal. Era un viaje especial pues sería también el último de la goleta verde con ese nombre. En agosto del 2011, el barco pasó a llamarse Rongdhonu (arcoíris en bengalí) y se dirigió a Bangladés para ser reconvertido en buque hospital y ayudar a los más desfavorecidos del planeta, otra gran labor en su historial. Había estado 22 años al servicio de la causa ecopacifista de los cuales yo formé parte los últimos seis. Gracias a los objetos variados que contenía (los barcos de Greenpeace son como museos flotantes), llegué a conocer historias impresionantes que habían acontecido en él además de las vividas por mí. Cuando me despedí del barco, me embarqué en otra gran aventura que acaba de llegar a buen puerto: escribir un libro que contase historias -algunas de carácter autobiográfico- que perviven en el tiempo a bordo de Greenpeace, historias que son parte del entramado de los movimientos ecologistas, pacifistas y sociales de los últimos 50 años. H