Repensar el modelo tras el adiós británico

El proyecto europeo tiene futuro y es más necesario que nunca. Pero es evidente que la azarosa salida de los británicos deja como obligación al resto de países repensar el modelo. Es una oportunidad única e irrepetible

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Hace 60 años nació un proyecto que, en perspectiva, ha sido todo un éxito. Tras siglos de enfrentamientos cainitas, los países europeos entendieron que la mejor solución a sus problemas era la convergencia de sus economías y, en definitiva, el reforzamiento de una alianza que, con el tiempo, trascendió lo económico.

Decir esto, en plena crisis existencial europea, puede parecer una provocación, pero no por ello deja de ser verdad. ¿Se imaginan qué hubiera sido del Viejo continente sin esa apuesta ahora que, en plena globalización, incluso Europa se queda pequeña frente al empuje de algunos países emergentes?

Cierto es que el proyecto comunitario nació de espaldas a la ciudadanía, fruto del particular empeño de una élite (hoy diríamos 'establishment'), que entendió que Europa o se unía o la rivalidad franco-alemana podría llevar al conjunto de europeos a la senda de la autodestrucción. Pero también lo es que hubiese sido inconcebible, por ejemplo, someter a referendo a los franceses si estos querían ir de la mano con los alemanes una década después de ver desfilar a la Wehrmacht por los Campos Elíseos. Los padres del proyecto apelaron, idealismo mediante, a unos valores que hoy todo el mundo dice compartir. Y se hizo… sin el apoyo popular. Un apoyo que, décadas después, en plena era de la inmediatez, muchos añoran y consideran necesario.

La existencia de la Unión Europea fue, desde el inicio, sumamente útil para sus países miembros: Francia, que perdía 'grandeur' a raudales, veía en el nuevo club un altavoz a su denodado esfuerzo por seguir siendo alguien en la escena internacionalAlemania, por su parte, compungida por los desmanes del nazismo, necesitaba diluir su interés nacional en medio de una nueva realidad supranacional. Incluso el Reino Unido, condicionado y muchas veces traicionado por un exceso de mentalidad insular (como nuevamente se ha puesto de manifiesto), prefirió al inicio ver los toros desde la barrera y competir con un modelo alternativo que al final quedó en nada. Fracasó en su alternativa y se subió al barco del que ahora se quiere bajar.

Puntos de inflexión

Ha habido numerosos altibajos, pero la demostración de que fue (y es) un éxito fueron sus sucesivas ampliaciones (con la de 1986, España y Portugal se subieron al carro). El acelerón definitivo se produjo en aquella época, que desembocó tras la caída del muro en la reunificación alemana y, con ella, la aceleración del proyecto del euro. Fue un punto de inflexión que marcó el futuro que ahora se nos atraganta.

Paradojas de la vida: decían con cierta retranca los franceses que el proyecto europeo se creó, en buena medida, para europeizar a Alemania y es ahora el gigante teutón el que está germanizando a Europa. No hay alternativa a su liderazgo, pero este sí puede y debería ser compartido. Claro que para eso se deberían despejar algunas dudas sobre el futuro más inmediato.

Históricamente, el proyecto comunitario ha sido fruto de la permanente negociación, punto de encuentro de intereses entrecruzados. Un bazar en toda regla que ahora se ve sometido a un estrés monumental: la azarosa salida de los británicos deja como obligación al resto repensar el modelo.

La evolución del proyecto

Es una oportunidad única e irrepetible. Un nuevo punto de inflexión. La Comisión ha redactado un informe y plantea cinco alternativas: seguir como hasta ahora (poco práctica, según lo visto); centrarse en un mero club comercial (cruel paradoja ahora que los más librecambistas, los británicos, entonan el adiós); apostar por un mayor poder federal (difícil de imaginar ahora que desbordan los nacionalismos en medio continente); hacer más en menos campos (complicado negociar en qué áreas centrarse con tantos intereses en juego) y, por último, la solución que defiende el nuevo directorio conformado por los grandes (Alemania, Francia, Italia y España) de avanzar a través las cooperaciones reforzadas (el euro o el acuerdo de Schengen, serían un ejemplo ya existente) por el que los países que así lo consideren progresen en temas concretos.

A mi entender, el proyecto europeo tiene futuro y es más necesario que nunca. Evolucionará por lo que es difícil imaginar su disolución o implosión por los desastres que comportaría, entre ellos el vacío y la insignificancia de sus miembros en el contexto internacional, Alemania incluida. A buen seguro, el futuro pasará más por Berlín que por Bruselas. Esto es, el poder se concentrará en el Consejo (el órgano en el que están representados los gobiernos de los países miembros) en detrimento de la de la Comisión (el verdadero gobierno europeo).

Algunos líderes populistas abogan por la salida del club, abandonar el euro y envolverse en sus respectivas banderas. Es una opción que defienden con estruendo sabiendo que su alternativa es una desdicha de imposible aplicación.

Y si no, que alguien me conteste con lógica a estas preguntas: ¿Qué sería de la  deuda pública francesa o italiana fuera del euro? ¿Exportarían en igual medida a sus socios comunitarios las empresas alemanas sin estar ellas o el resto dentro de la Unión? ¿Podría España crecer al ritmo actual sin el paraguas del BCE?