¿Qué Estado del bienestar queremos?

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La historia nos explica que las malas condiciones de vida y trabajo provocadas por la revolución industrial propiciaron la creación de sindicatos y partidos obreros. La progresiva implantación del sufragio universal, que aumentó las posibilidades electorales de los partidos socialistas, alarmó a las clases gobernantes. Bismarck fue el primero que se percató de este fenómeno, estableciendo un seguro de accidentes de trabajo en la industria y el seguro sanitario. Le siguieron otros países introduciendo medidas similares.

Sin embargo, no fue hasta después de la segunda guerra mundial cuando el Estado del bienestar se desarrolló. Ello fue posible gracias al plan Marshall y al intenso periodo de crecimiento registrado por el capitalismo industrial europeo, durante los años 50 y 60. La crisis del petróleo de 1973 y la globalización han laminado el sueño europeo de un Estado del bienestar expansivo, en el que incluso cabrían nuevas prestaciones.

Al devenir histórico poco propicio se unen muchas voces que cuestionan la existencia del Estado del bienestar. Tanto por razones cuantitativas (económicas y fiscales), debido al enorme gasto público y al crecimiento del Estado, como por razones cualitativas, al propiciar un Estado paternalista, que ejerce cierto despotismo social y que crea ciudadanos pasivos, carentes de iniciativa.

A las críticas anteriores hay que sumar las tendencias demográficas, con fenómenos como la inversión de la pirámide de edad y la longevidad creciente de la población.

119.000 millones en pensiones

Los datos estadísticos nos dicen que el gasto en pensiones en España en el 2016 ha sido de unos 119.000 millones de euros, de los que alrededor del 70% son pensiones de jubilación. Este importe se ha financiado principalmente con las cotizaciones que empresa y trabajadores satisfacen y, en menor medida (alrededor del 10 %), mediante la aportación del Estado procedente de impuestos generales. Sin embargo, el elevado desempleo ha precisado acudir al fondo de reserva creado en el año 2000.

Datos más cualitativos nos muestran que la esperanza de vida está alrededor de los 80 años, mientras que la edad efectiva de jubilación en España está alrededor de los 64 años, es decir, por debajo de la edad teórica de jubilación. Mientras que en 1990 los mayores de 65 años suponían el 5% de la población total, en el 2025 rozarán el 25%. Con los datos actuales, la tasa de personas inactivas sobre la población, entre 15 y 64 años, será del 33,6% en el 2015 y del 67,50 % en el 2050.

Todo lo expuesto requiere una reflexión. El Estado del bienestar ha hecho más inclusivo el contrato social entre Estado y ciudadano, mediante la redistribución de la riqueza. En los sistemas económicos actuales, el Estado no solo hace funciones de policía y de organización institucional, sino que interviene regulando la economía y recaudando ingentes cantidades de impuestos de sus ciudadanos, que deben servir para proporcionar una protección básica a éstos. Procurar que los individuos estén en situación de desarrollarse, manteniendo un sistema educativo gratuito, que los ciudadanos tengan una asistencia sanitaria pública y que cuando el ciudadano no pueda trabajar por estar incapacitado o llegar a determinada edad perciba una prestación (incapacidad y jubilación), son elementos constitutivos de la formulación del contrato social entre Estado y ciudadanos, reconocido en los artículos 27, 41 y 43 de nuestra Constitución.

En mejores condiciones

Obviamente, el crecimiento económico y la creación de empleo constantes solucionarían el problema. Sin embargo, esto no será siempre posible, por lo que deberá combinarse con modificaciones paramétricas en la pensión de jubilación. El hecho de que las personas no solo viven más tiempo, sino que llegan en mejores condiciones a la vejez, aconsejan que la edad de acceso a la jubilación continúe retrasándose hasta situarse en los 70 años, salvo en aquellas profesiones de mayor dureza física. Por otro lado, el hecho que en España los jubilados cobren el 74% de su último sueldo, mientras que en Europa solo nos supera Austria con una tasa de sustitución del 76%, situándose la media europea en algo más del 50%, permite seguir incrementando los años de cómputo de las bases hasta situarse en los últimos 35 o 40 años de vida laboral.

Aunque la financiación básica del sistema debe seguir realizándose mediante las cuotas a la Seguridad Social, éstas no deberían aumentarse, ya que en España son muy elevadas, influyen negativamente sobre el empleo al incrementar el coste del trabajo y, en tiempos de crisis, favorecen el desempleo.

Sin embargo, debido a los datos demográficos, a medio y largo plazo, la aportación de fondos al sistema de Seguridad Social provenientes de impuestos generales deberá ser creciente. Siempre, claro está, que los ciudadanos quieran mantener el actual Estado del bienestar. Si así fuera, los gobernantes deberán replantearse en los presupuestos generales del Estado las partidas de gastos a financiar con los impuestos pagados por sus ciudadanos.