Y después de las elecciones de EEUU ¿qué?

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La publicación en octubre por parte del Fondo Monetario Internacional (FMI) de su Informe de Perspectivas Económicas incluía como principal revisión a la baja la del crecimiento estimado para EEUU, situándolo para el 2016 en un modesto 1,6%, casi un punto por debajo de la previsión que realizó el mismo organismo en la pasada primavera, y, por primera vez en muchos años, incluso una décima por debajo del dato referido a la zona euro. Las perspectivas presentadas a finales de septiembre por la OCDE son incluso más modestas, de un tímido 1,4% de crecimiento para EEUU, asimismo una décima por debajo de la cifra que ese organismo atribuye a la eurozona, en ambos casos en torno a la mitad de la cifra media del crecimiento mundial.

Es cierto, por supuesto, que las predicciones no son el punto fuerte de los economistas -ni siquiera (algunos dirían, especialmente) los del FMI o la OCDE-, y también hay que constatar, para ser ponderados, que las proyecciones del FMI anticipan para el 2017 un crecimiento del 2,2% para EEUU, ya claramente superior a la estimación para Europa. Pero los debates sobre las razones de una cierta «pérdida de impulso» de la economía estadounidense han estado presentes y, en alguna importante medida, han interactuado con el proceso de las elecciones presidenciales. Merece atención el dato de que esté siendo la ralentización de la inversión siempre especialmente sensible a las incertidumbres el principal factor explicativo de ese debilitamiento en la segunda mitad del 2016 de la economía estadounidense. Pese a todo ello, la tradicional flexibilidad de la economía de EEUU estaría permitiendo continuar en la reducción de su tasa de desempleo hasta un nivel que el propio FMI cifra para finales del 2016 en un 4,9%. Un porcentaje que provoca envidia en una zona euro en la que la cifra media duplica ese valor.

Desencanto y malestar

En este marco general, dos aspectos merecen especial atención y seguimiento. Por un lado, si el resultado electoral va a suponer cambios de alcance en la estrategia de internacionalización y, en particular, en la política comercial de Estados Unidos. Una candidata con moderación, otro candidato de forma más estrepitosa, han apuntado a la necesidad de proteger a EEUU -con referencias a sus industrias y empleos- de una competencia global que, en algunos ámbitos, se presenta como desleal. Es cierto que este tipo de planteamientos son habituales en las campañas electorales, y su posterior efectividad suele ser más difusa. Pero en la actualidad hay que evidenciar que tanto en EEUU como en Europa y otros lugares estamos asistiendo a un cada vez más visible desencanto, a un más explícito malestar, con concreciones en las dinámicas sociales y en los procesos políticos asociadas en buena medida a la constatación de que los beneficios de este proceso se han repartido de una forma muy asimétrica, en favor de unas minorías y en detrimento de amplios sectores de las clases medias y de inferior poder adquisitivo. Los recelos sobre los impactos de los cambios tecnológicos que se han dado en denominar la cuarta revolución industrial han acentuado esos temores y están presionando a los políticos para la adopción de medidas de salvaguarda que tienen componentes razonables, en términos de mejorar la protección social pero que siempre queda la duda de si, en manos de determinados políticos e intereses, esos recelos expresados desde la sociedad podrían servir de coartada para medidas regresivas e ineficientes. Y, naturalmente, en torno a los debates económicos internacionales sobrevuela siempre la tensión por la pugna geopolítica con China: que ambos países estén atravesando situaciones económicas que no son las mejores de su historia acentúa las tentaciones de suplir las deficiencias económicas con retóricas que, para ser políticamente correctos, calificaríamos de delicadas. Para un mundo necesitado de mayor y mejor cooperación internacional -en el marco del G20 y otros varios- esperemos que las cosas no vayan a peor.

El otro ámbito de atención es cómo gestiona la Reserva Federal la denominada normalización de la política monetaria, expresión que se refiere a lo que parte de las autoridades monetarias consideran ya la necesidad de revertir la larga fase de estímulos monetarios excepcionales -expansiones cuantitativas, tipos de interés oficiales a nivel cero- para iniciar una gradual subida de los tipos de interés que, entre otras cosas, devuelva algunos incentivos al ahorro más allá de la pura incertidumbre respecto al futuro.

Es bien sabido que los intentos hasta ahora de ir por esa vía han tropezado con la nerviosa reacción de los mercados financieros, dentro y fuera de Estados Unidos. Las voces que reclaman un mayor activismo de la política fiscal, que tome el relevo de la política monetaria, con utilizaciones de los recursos públicos de mayor eficiencia y aportaciones a la equidad, y con cambios en la fiscalidad del mismo signo, saben que el resultado de las elecciones presidenciales si puede ser decisivo en la viabilidad, o no, de ese planteamiento.