UN MES DESPUÉS DEL 17-A

Menos mal que están las flores

Treinta días después del atentado de la Rambla, volvemos a ella para escuchar su latido tras haber sufrido el episodio más doloroso de su historia

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EMMA RIVEROLA

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"Un día, en la Rambla de las Flores, en medio de un torbellino de olores y de colores, sentí una voz detrás de mí… Bajé la cabeza porque no sabía qué hacer ni qué decir, y pensé que tenía que estrujar la tristeza, hacerla pequeña en seguida para que no me vuelva, para que no esté ni un minuto más corriéndome por las venas y dándome vueltas. Hacer con ella una pelota, una bolita, un perdigón. Tragármela... Y menos mal que estaban allí las flores".

Tragarse la pena como Natàlia, la Colometa de Mercè Rodoreda, y pasear de nuevo por la Rambla agarrándose a las flores que asoman desde las paradas del bulevar. Rosas, girasoles, margaritas, lirios… Las mismas variedades que fueron testigos hace un mes. Cuando la furgoneta llegó a ellas ya había recorrido más de la mitad del trayecto. Siguió embalada hasta el mosaico de Miró. También rojo, amarillo, azul. Cuántos colores murieron aquella tarde.

Una pena amarga

Ella volvió a recorrer el camino sola, necesitaba enfrentarse en solitario a esa Rambla por la que circula hasta cuatro veces al día. No se llama Natàlia, pero también ha hecho una bolita con su pena. Tragársela, no. Aún no. Una pena repetida. Hace 30 años vivía al lado de Hipercor. Cada viernes por la tarde iba a hacer la compra. Aquella tarde faltó... Y descubrió una pena distinta a todas las que había imaginado. Una pena amarga como la rabia. Ácida como el miedo. Fría como la incomprensión. Y gris, siempre gris… Menos mal que están las flores.

Hoy ya no hay rastro del homenaje en el mosaico de Miró. Se ha esfumado el aroma de las rosas y la cera de las velas se ha despegado

Cuando las sirenas callaron, cuando la noche pasó, ella volvió a recorrer la Rambla. No la acompañó su hija, que trabaja allí mismo, ni su madre, que vive a escasos metros del Liceu. Caminó sola para volver a enfrentarse a la pena renacida. Y lloró. Y vio que las sonrisas habían desaparecido de los rostros. La calle que el poeta quiso que no acabara nunca, vestía entonces de duelo.

El mosaico de Miró se convirtió en altar improvisado y se cubrió de velas, peluches, cartas y flores, siempre flores para conjurar la oscuridad, para que la vida volviera a brotar en aquel ombligo de colores. Hoy, ya no hay rastro del homenaje. Se ha esfumado el aroma de las rosas, la cera de las velas se ha despegado del pavimento y las lágrimas han dejado de ahogar las gargantas cada vez que los pasos se acercan. Quizá así sea más fácil tragar la bolita de la pena.

La culpa equivocada

¿Podía haber hecho algo? La respuesta es no, siempre no. Pero la pregunta sigue repiqueteando en el cerebro. ¿Podía haberme interpuesto en su camino?, se cuestiona el tendero que vio pasar la furgoneta a toda prisa frente a su parada. ¿Podía haberle reducido?, se tortura el hombre que se ha reconocido en las imágenes de la Boqueria a un metro escaso del terrorista. Él no sabía. Nadie sabía que el mal no se refleja en el rostro. Pero el dolor, la culpa equivocada, no sabe de lógica. Y vuelve y vuelve, como un disco de vinilo.

¿Podía haber hecho algo?, sigue preguntándose el hombre que hace una semana se derrumbó en su parada. Acribillado por la misma imagen. Ensordecido por los gritos que una y otra vez regresaban. Asfixiado por la pena atragantada. Sí, menos mal que están las flores.

El sueño aún no es tranquilo para muchos de los que aquel día estaban allí. Para los que vieron el terror en directo

Pero llega la tarde, se bajan las persianas, las flores desaparecen, el mercado se calla y la Rambla se puebla de espacios vacíos. Entonces, con tanto hueco libre, la tristeza encuentra el modo de desplegarse. Se pasea, señorona, curiosa, atrevida, hasta colarse en los ojos insomnes de la noche.  No, el sueño aún no es tranquilo para muchos de los que aquel día estaban allí. Para los que vieron el terror en directo o reflejado en las pupilas de los que corrían presas del pánico. Tampoco para los que pasaron horas escondidos en los locales próximos. Ni para los que llamaban desesperados a sus seres queridos sin encontrarlos. Cualquier ruido, cualquier voz que llega de la calle aún provoca un sobresalto.

Imágenes cargadas de dolor

Entonces, vuelven las imágenes. Algunas cargadas de dolor. Otras de emoción. ¿Cuánto se tarda en olvidar aquel cochecito de bebé empotrado contra un árbol? El horror se condensa en esa fragilidad quebrada. En ese pequeño artilugio fabricado para contener toda la inocencia, todos los sueños, todo el futuro del mundo. Pero la vida insiste en imponerse. ¡Que regresen los colores! ¡Que los pasos vuelvan a recuperar su ritmo!

Pero, al principio, el camino se volvió extraño y acudieron los 'gegants' de la ciudad para ayudar a marcar el paso. Y así nació otra imagen, la que encandila a los niños, la que huele a pasado y futuro. Recorrieron la Rambla en un hipnótico silencio. Hombres, mujeres y pequeños les siguieron sin saber muy bien por qué. Quizá porque necesitaban la compañía de gigantes para sentirse seguros. Quizá para recuperar algo de la inocencia perdida. Una 'geganta' llevaba un ramo de flores blancas… Menos mal que están las flores.

No tengo miedo, clamamos cuando somos muchos. No tengo miedo, gritamos en los actos de homenaje… Yo tengo miedo, susurramos en soledad. Sí, yo tengo miedo, dice la mujer que no es Natàlia, pero que también estruja la tristeza y aún se emociona cuando recuerda aquel día. En realidad, hace mucho que tenemos miedo, reconoce. Mucho antes de que el temor se materializara. Es fácil hacer cuentas. Solo en la Boqueria entran entre 30.000 y 40.000 personas cada día. La multitud convertida en objetivo.

Testigos rotos

Rosas, girasoles, margaritas y lirios vuelven a lucir. ¿Qué saben las flores de las penas arrugadas hasta hacerlas pequeñitas? Como una pelota, como una bolita, como un perdigón. No, no me preguntes por aquel día, ruegan la mayoría de los tenderos. Abrumados por los recuerdos, por el aluvión de preguntas, por haberse convertido en los testigos rotos del día más triste de la Rambla. No, no preguntes. ¿No ves que aún podemos atragantarnos?

El bulevar luchó por recuperar su vida desde el primer día. La vida sigue, se repite como consigna. Y sí, sigue, pero quizá aún no sigue igual

La Rambla ha recuperado su vida. De hecho, luchó por hacerlo desde el primer día. Con el tozudo arrojo de quien no quiere entregar nada más que lo arrebatado. La vida sigue, se repite como consigna. Y sí, sigue, pero quizá aún no sigue igual. Ciertas miradas de reojo. Alguna sonrisa interrumpida. Un respingo al oír un acelerón inesperado. O unos pasos que se detienen justo en el borde del mosaico de Miró. La vista fija en los colores. Un segundo. Dos. La duda entre seguir adelante o rodear esos pétalos de asfalto. Porque ahí se detuvo el mal. Con su delirio, con sus falsos dioses, con sus rezos adulterados… con sus muertos.

Pero sí, hay que pisar. Hay que humillar al fanatismo. Vencerle, patearle, aplastarle con la alegría y la rebeldía de la cotidianeidad. Hay que seguir. Hasta que nos traguemos la pena.