La edad de hierro

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RISTO MEJIDE

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Tengo la sensación de que todos, mujeres, hombres y viceversa, pasamos por varias etapas que poco o nada tienen que ver con los años que vamos cumpliendo. La sensación de que esas edades a veces te ocurren todas a la vez y que hay gente que, por mucho que se empeñe, no pasará nunca por ninguna. Por eso nada tienen que ver los años con hacerse mayor ni de medir la vida en vueltas al sol. Pero sí en edades. En las vueltas que le hayas dado a las cosas. Y sobre todo, en cosas que te hayan podido pasar. Por la vida, por la mente y por el corazón.

Negaré que lo he escrito, pero un servidor se siente en la edad de hierro. Es una edad presuntamente fuerte, pero terriblemente frágil en contacto con el frío acero del destino, siempre inexorable e inoxidable. Yo lo reconozco, si no me cuidan, me oxido, me doblo y me rompo con facilidad. Y es que tengo tendencia a creerme más invencible de lo que realmente soy. Pero supongo que para eso están los golpes de la vida, para recordarte que nunca debes alejarte demasiado del taller emocional que supone un otro que te quiera mucho y, sobre todo, que te quiera bien.

En la edad de hierro te sientes más joven que cuando eras joven pero estrenando una experiencia que no sabías que tenías. De pronto te encuentras tirando de carros que no sabías que podías liderar. Y también se te deja de escuchar en otros temas en los que antes creías tener alguna autoridad. Y hay que recordar que te equivocas lo mismo. O incluso más. Pero eso es lo que tiene arriesgarse a no quedarse quieto, a querer avanzar. Que en ocasiones te encuentras donde no querías y tienes que dar marcha atrás.

Por eso, inauguras la edad de hierro cuando aprendes que una mentira a medias tiene mucho menos recorrido que la verdad. Sabes que igual escuece, sí, pero no pudre. Y sabes que sana, también, pues ayuda a cicatrizar.

En la edad de hierro todo parece que vuelve, aunque sepas que nunca fue del todo así. Es la sensación de descender por una escalera de caracol. Vuelves siempre al mismo sitio, pero un poco más abajo, siempre un poco peor. Y con la intuición de que siempre te habrás dejado cosas importantes en el piso de arriba. Pero tú no puedes hacer otra cosa que seguir bajando escalones, de dos en dos y hasta de tres en tres.

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En la edad de hierro ya no hablas de garitos, sino de restaurantes. El paladar abdica en el estómago y ya no te preocupa la comida tanto como la digestión. Me cuentan los que ya han pasado a la de oro que después está el intestino, pero aún no me noto ahí. Lo que sí noto es que los meses empiezan a durar días y los días, apenas horas. La edad de hierro es el último tren para empezar a cuidarse. Si no lo has hecho antes, claro, que sería lo ideal y lo recomendable. Pero si has sido como yo, de los que solías dejarlo todo para el último momento, esto no iba a ser una excepción. Así que te apuntas a la vida sana y empiezas a descubrir que de pronto divertido es sinónimo de prohibido. Y lo entiendes todo más.

Llegados a la edad de hierro, los piropos ya no te los crees. Te has pasado las suficientes horas ante el espejo como para saber que lo que hay es lo que ves, y ojo no lo menosprecies porque seguramente sólo puede ir a peor. Los agradeces, sí, con una sonrisa y sin menospreciar el criterio ajeno, pero piensas que más pronto que tarde, ese halago se te olvidará.

Las críticas ya no son constructivas o destructivas. Ahora las divides entre útiles e inútiles. Aquellas que te sirven para mejorar y las que no. Aquellas que buscan hacerte daño por hacerte daño y las que pretenden hacer de ti mejor persona, mejor tú. Y aprendes a discernir cuál es cuál con tremenda lucidez y facilidad. Te afectan menos las que no sirven e incorporas antes las que sí. Y sobre todo, las que no tienen denominación de origen, vienen sin certificado de autenticidad. No es cierto que a cierta edad no se pueda cambiar. Eso es radicalmente falso. Nos lo han vendido así quien quería que nos quedáramos igual. Y quien te pide que nunca cambies te está pidiendo que dejes de respirar. Eso sirve para gente de la calle, amigos y parejas de verdad.

La edad de hierro se caracteriza también por las batallas. No las que cuentas, que también, sino las que de pronto te toca librar. No es que se reduzcan, al revés, diría que se recrudecen y se juega uno cada vez cosas más importantes. Lo que sí ocurre es que de pronto aprendes qué batallas vale la pena luchar y cuáles no. Cuáles dependen de ti y cuáles son pasto de los pasos perdidos, porque con la edad de hierro aprendes que el tiempo hace el trabajo sucio por ti, lo que yo llamo entrar en 'Modo Rajoy'.

Si no lo has vivido, no puedo describirte qué es lo que pasa cuando te enamoras de alguien que, sin tener tus mismos años, se encuentra en la misma edad. Lo que sí puedo compartir contigo es lo más importante que te ocurre cuando entras en la edad de hierro: sin saber todavía realmente lo que quieres, sabes mucho antes lo que no quieres.

Y lo que no quiero es pasar un fin de semana más sin ser tu marido y tú mi mujer.

Así que, si tú también quieres, agárrate que allá vamos, agárrate que ya está.