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El corazón imperfecto de la mujer perfecta

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Lucía Etxebarria

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En opinión de sus miles de seguidores ella era sencillamente divina. Había roto recientemente con su novio pero lo suyo había sido civilizado. Las amigas le dijeron: «Olvídalo, él se lo pierde», y ese fin de semana salió de juerga con ellas hasta la amanecida. Se hizo muchas fotos y las colgó en su perfil de Instagram, etiquetando la marca de todo lo que llevaba ( bolso, botas, camiseta) y de los sitios en los que había estado.

Llevaba una vida de lujos. Hacía escapadas con frecuencia a paraísos vacacionales. Y colgaba en su perfil fotos de las habitaciones de los hoteles de cuatro estrellas en los que dormía. Usaba un bolso Luis Putón, lucía un reloj caro, iba a hacerse la pedicura. Tenía un coche descapotable y un apartamento divinamente decorado, al que solo le habría faltado una estantería con libros. Todo estaba documentado en su perfil de Instagram.

Había lujos que no se permitía. Dormir ocho horas seguidas. Comer hasta quedarse saciada. Salir a la calle con la cara lavada y el pelo sin planchar. Pasarse un fin de semana en bata, sin salir de casa. Desconectar un día entero sus redes sociales.

Ella no quería que la llamaran loca, así que se esforzaba por ser feliz, al menos por aparentarlo

Ella se avergonzaba de sentirse triste, porque había escuchado muchas veces que la tristeza denotaba una falta de fuerza de voluntad y de carácter. Le habían dicho que había que sonreír a la vida, y lo hacía.

Esperaba que un día la depresión desapareciera por sí sola. Quiso creer que no era para tanto, que ya se pasaría. Al fin y al cabo, eso es lo que le decían sus amigas cuando se atrevía a confesarles cómo se sentía.

Había sufrido mucho pero sabía vivir como si no sufriera. Pretendía escapar de la depresión, pero en realidad, al ignorarla, la alimentaba. Sabía que mentía, se despreciaba a sí misma por hacerlo, y cada vez sufría más y mentía más. Esa necesidad de sobreactuar cada día, porque no es posible poner buena cara todos los días ni a todos.

Era una de tantos hombres y mujeres que padecen «el síndrome de la depresión sonriente».

No era la única. La depresión es un trastorno mental frecuente, el más frecuente casi con toda seguridad. Hoy, ahora mismo, afecta a 350 millones de personas en el mundo y a lo largo de nuestra vida afectará al 20,8% de la población. Es una enfermedad que lleva al suicidio a miles de personas cada año, y  la principal causa de discapacidad. La OMS  ha repetido incansablemente que es una de las grandes epidemias del siglo.

Son solo cifras . Ella había aprendido a vivir con ellas. Muchas veces las estadísticas tienen un efecto analgésico: el problema está ahí, persiste, pero el dolor se difumina y desaparece.

Y el mayor problema es precisamente que la imagen distorsionada y parcial que tenemos de la enfermedad mental, el estigma, nos impide ayudar a quienes la sufren, porque no pueden hablar de ello. La enfermedad es un tema incómodo, algo de lo que no se habla y que se esconde. Ella no quería que la llamaran loca, así que se esforzaba por ser feliz, al menos por aparentarlo.

Nadie entendió por qué intentó suicidarse. Ella tampoco. Un día llegó a casa y reparó en las pastillas

Nadie entendió por qué intentó suicidarse. Ella misma tampoco. Simplemente un día llegó a casa, con dos cócteles de más, y reparó, sobre la mesilla de noche, en la caja de Trankimazín Retard que el doctor le había recetado para sus crisis de ansiedad. Sin pensarlo mucho, se tragó todas las pastillas.

Ya estaba harta de esconderse y de sentirse avergonzada. Había vivido con el pasado a cuestas, arrastrando su peso como una bola, luchando contra su influencia cada día, tenazmente, intentando convertirse en un ser de piel dura, tratando de no borrarse.

Cuando salió del hospital descubrió que estar deprimida era una forma de estar. Y que una fiera herida sigue siendo una fiera. Y descubrió que podía alzarse en carne viva aunque fuera magullada y envuelta en sus rencores no superados y en sus miedos a flor de piel, y en su rabia. Y decidió seguir adelante aunque fuera en llaga viva.

Y ese día, a la salida del hospital, se hizo un selfi con el pelo fosco y la cara lavada, y con unas ojeras místicas y opacas que parecían dos pozos de ceniza. «Esta soy yo», escribió. Y decidió que ni siquiera iba a chequear los comentarios.

Ese día marcó el inicio de su recuperación.