Al contrataque

Miliki

Miliki (derecha), junto a Fofó, en una imagen de archivo.

Miliki (derecha), junto a Fofó, en una imagen de archivo. / ell

Manel Fuentes

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Una camiseta roja hasta los pies, zapatos grandes, gorra a cuadros y un acordeón. Los de mi generación antes de abordar el debate sobre qué ángel de Charlie estaba más buena, tuvimos otro. Resolver qué payaso de la tele nos gustaba más.

En la recién estrenada democracia, el abanico de posibilidades de héroes que nos daba la tele, se limitaba a Gaby, Fofó, Miliki y Fofito. El resto eran toros, María Luisa Seco y series prohibidas como los Hombres de Harrelson o Starsky y Hucht por culpa de los rombos. Así las cosas, el favorito de la mayoría era Fofó, ya que siempre se arrancaba él con esas inmortales canciones, pero yo siempre fui de Miliki. La voz de Fofó me resultaba demasiado estridente y Miliki y su nananiano eran un seguro infalible para disfrutar de la primera sitcom de España, un espacio dentro del circo de televisión española llamado La aventura. Miliki y Don Chinarro eran los reyes del vodevil, y a mi me hacían feliz.

Luego pasaron los años, crecimos, nos hicimos modernos y las revisiones históricas llegaron para enterrar esa época y cargar contra alguna de las letras de los payasos. Como la de la pobre niña que no podía jugar porque tenía que planchar y lavar y tricotar y no sé cuántas cosas más, mientras los niños disfrutaban ociosos.

Con la perspectiva del tiempo, casi todos los juicios son injustos, pero si buceamos en nuestro interior y tratamos de recordar lo que significaban entonces ellos para nosotros, dejando la vergüenza a un lado para reconocerlo, entonces nos volveremos a ver corriendo para llegar a tiempo a estar delante de una tele en blanco y negro y escuchar las notas del «Había una vez un circo, que alegraba siempre el corazón».

En los quioscos de las Ramblas vendían postales en color de todos ellos y yo un día, tuve una de Miliki.

La conexión

El domingo al mediodía me enteré de que Emilio Aragón ya no estaba. Y en ese momento, mientras la tele iba reponiendo imágenes más o menos recientes se produjo ese click de complicidad que a veces se da en el interior de uno. Era una conexión desde el agradecimiento infantil, era un «buen viaje», era un «hasta siempre, Emilio».

La vida y el trabajo hicieron que coincidiéramos y charláramos, que cantásemos juntos en uno de sus discos y que pudiera acompañarle a Granada en el 2003 para inaugurar la reconversión de su Circo del Arte en una escuela para nuevas generaciones. Le vi feliz. Allí se cerraba un círculo, como el de su propia vida y esas caravanas errantes encontraban cobijo y podrían dar futuro a otros que estaban por venir.

El domingo al mediodía me enteré de que ya no estaba y hoy, desde aquí, mando un beso afectuoso a sus familiares y a mis compañeros de infancia, esos otros niños de más de 40 que también lo quisieron. Emilio ya no está, pero mientras haya una camiseta roja, unos zapatos grandes, una gorra a cuadros y un acordeón, Miliki no se irá. Gracias por hacernos ver un mundo en colores cuando todo era en blanco y negro.