ANIVERSARIO DE UN HOMICIDIO QUE MARCÓ A AMÉRICA LATINA

La voz de los sin voz

Un cartel gigante muestra la imagen del asesinado arzobispo Óscar Romero en una calle de San Salvador.

Un cartel gigante muestra la imagen del asesinado arzobispo Óscar Romero en una calle de San Salvador.

LLÚCIA OLIVA / SAN SALVADOR

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Treinta y cinco años después de su muerte, el recuerdo del arzobispo Óscar Arnulfo Romero sigue vivo en El Salvador. Su cara aparece pintada en las paredes. En muchas casas tampoco falta la imagen de monseñor. En cambio, se ha borrado de los muros de algunas iglesias, porque para la jerarquía católica, próxima al Opus Dei, aún no era santo ni beato.

Pero para los salvadoreños ya hace mucho tiempo que es San Romero de América, como lo bautizó Pere Casaldáliga. «Inmediatamente después de su asesinato el 24 de marzo de 1980, las comunidades salvadoreñas lo canonizaron y lo hicieron patrón del pueblo», explica Julian Filochowsky, presidente de la fundación Romero Trust.

La iglesia del hospitalito, donde un francotirador mató al arzobispo mientras oficiaba una misa, se ha convertido en un centro de peregrinación en San Salvador. Enfrente está la modesta casita en la que vivía Romero y allí se puede ver una pared llena de exvotos que indican la fe que la gente tiene en sus milagros.

Romero fue el salvadoreño más querido, pero también el más odiado en su tiempo cuando el país vivía sumergido en un grave conflicto social. Catorce familias dominaban la economía y más del 70% de la población era pobre, no tenía tierra, apenas comía y trabajaba en las fincas de café en condiciones indignas.

Un mediodía caluroso y de cielo claro, unos vecinos de Guargila, en el departamento de Chalatenango, nos hablan de la miseria del pasado. Don Neto dice que los campesinos como él no podían comprar zapatos ni calzoncillos. «Había mucha injusticia, nos trataban como esclavos y si protestábamos, nos mataban».Según Niña Santos Rivera, «aguantábamos aquel trato como una cosa inevitable hasta que llegó la catequesis». La catequesis fue una consecuencia del Concilio Vaticano II y de la adaptación que de sus enseñanzas hicieron los obispos latinoamericanos en Medellín, en 1968.

Eva Carmen Menjíbar era una de las catequistas: «Estudiábamos historia de El Salvador, historia de la Iglesia y la Biblia y así la gente iba tomando conciencia de su realidad». Esta exmonja carmelita recuerda que un día descubrió que aquello era la teología de la liberación.

«Los pobres recuperaron la autoestima, la seguridad en ellos mismos y querían crear una organización social justa», explica la profesora universitaria Carmen Álvarez. Por todo el país se fundaron comunidades cristianas, sindicatos campesinos y organizaciones populares. «Nos organizamos para leer el evangelio y reclamar nuestros derechos», recuerda Santos Rivera.

La minoría rica de El Salvador vio peligrar sus intereses y lanzó al Ejército contra el pueblo en una represión brutal. En plena guerra fría, EEUU llegó a financiar esta represión con 1,5 millones de dólares diarios. «Los cristianos éramos acusados de subversivos, guerrilleros y comunistas. Perseguían a los catequistas comprometidos porque hablaban de liberación y de cambio social», explica la excarmelita Menjíbar.

Amada Ortiz nunca olvidará cómo en Manaquil los soldados «arrastraron a siete embarazadas hasta el río, las hicieron lavar y luego las violaron. Aún vivas, les arrancaron a sus hijos de las entrañas para acabar colgándolos en palos. Después las quemaron».Así estaba el país cuando en 1977, monseñor Romero fue nombrado arzobispo de San Salvador. Para el Vaticano era un hombre conservador, próximo a la oligarquía y contrario a la teología de la liberación. Sin embargo, cuando asesinaron a su amigo, el jesuita Rutilio Grande, seguidor de la nueva teología, Romero cambió y se puso del lado de los perseguidos.

LAS HOMILÍAS

Sus homilías, retransmitidas por radio a todo el país, reconfortaban a los que sufrían la represión. «Sentíamos que era la voz de los que no teníamos voz», recuerdan hoy. Monseñor Ricardo Urioste, ex vicario general de la Archidiócesis, dice que admiraba a Romero «porque cuando nadie criticaba al Gobierno, solo él alzaba su voz para defender a la gente».La oligarquía, el Ejército y la mayoría de los obispos salvadoreños odiaban a Romero. Enviaban cartas al Papa acusándolo de comunista y marxista, mientras conspiraban contra él. El arzobispo sabía que le matarían pero cejó en su empeño. En la homilía del domingo anterior a su asesinato, les dijo a los militares que no tenían por qué obedecer la orden de matar.

En el 2004, un juzgado de EEUU consideró al excapitán de la Fuerza Aérea salvadoreña Alvaro Rafael Saravia como uno de los responsables del asesinato de Romero. Saravia vive escondido y acusa de ser el inductor del crimen al ya fallecido mayor Roberto d'Abuisson, fundador del partido de extrema derecha ARENA y organizador de los criminales escuadrones de la muerte. Durante su mandato, el presidente Mauricio Funes pidió perdón. Pero nadie ha sido condenado por el crimen. Romero será beatificado el 23 de mayo.