VLADÍMIR PUTIN

El verbo implacable

El derribo del cazabombarderos ruso Su-24 por parte de Turquía ha puesto de nuevo en tensión los músculos del presidente ruso. Con el arrojo habitual que tantos puntos le da en los ránkings de poderosos -y de memes en circulación, también- ha acusado al G

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 MARC MARGINEDAS

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Uno de los registros que antagonistas y adeptos reconocen en Vladímir Vladimírovich Putin, factótum omnímodo en el ejercicio del poder en Rusia desde 1999, es su capacidad de atrapar a una audiencia determinada, de dejar una honda impronta en quien le escucha con manifiestos de choque, alborotadores, implacables; son sentencias simples, contundentes, pronunciadas en lenguaje raso, dirigidas a un público sin grises, que contempla al mundo en términos de buenos o malos, y capaces de escalar puestos en todos los trending topic planetarios, incluso lejos de las nevadas estepas rusas.

Poco después de ser nombrado primer ministro, en 1999, cuando arrancaron los primeros bombardeos rusos sobre Grozni, la capital de Chechenia y aún era un desconocido para casi todos, Putin sorprendió a propios y extraños, inaugurando la era del zurriagazo dialéctico. «Perseguiremos a los terroristas (chechenos) en todas partes, si es en un aeropuerto, pues en un aeropuerto, y si los encontramos en el baño, pues discúlpenme, los dejamos tiesos en el mismo retrete».

Un quincenio más tarde, respondiendo al fuego graneado de un reportero crítico con la política del Kremlin hacia Ucrania en su rueda de prensa anual, el presidente ruso fustigó con denuedo a su interlocutor: «EEUU tiene bases por todo el planeta. ¿Y me dice que nosotros desarrollamos una política agresiva?».

Otro de los veredictos putinianos que más polvareda levantó en su día hacía referencia a la política de Moscú respecto a los homosexuales, caracterizada en Occidente como discriminatoria: «Haríamos bien en aprender del suicidio de EEUU, Gran Bretaña, Holanda y Francia si queremos sobrevivir como nación; las costumbres y las tradiciones rusas no son compatibles con los medios primitivos de la mayoría de las minorías».

La «puñalada» turca

Esta semana, ni siquiera la presencia del rey Abdalá de Jordania, de visita en Sochi, evitó que el referente político máximo en la superpotencia rusa recurriera, una vez más, a esa nada sutil jerga que atesora, a la hora de responder al derribo de un cazabombardero Sukhói SU24M ruso por dos F-16 turcos. «Ha sido una puñalada en la espalda», recriminó a su homólogo turco, Recep Tayyip Erdogan, a quien, de paso, acusó de conchabanza con el terrorismo.

Los datos esenciales de la biografía del hombre que en el 2015 -un año más- ha encabezado la lista de figuras más poderosas del planeta elaborada por Forbes, por delante incluso del presidente estadounidense, Barack Obama, son de sobra conocidos.

Volodia nació en 1952, en el Leningrado de la posguerra mundial, en el seno de una familia humilde y, como tantas otras, diezmada por el recién acabado conflicto. Su hermano Víctor enfermó de difteria durante el asedio alemán a la segunda ciudad del país, y murió sin llegarle a conocer.

Su infancia se desarrolló en una komunalka leningradense, esos edificios de apartamentos colectivos en donde se hacinaban familias enteras en una única habitación, compartiendo servicios básicos como baño o cocina, y cuya cotidianidad de escasez y apuro fue descrita con maestría por el poeta alemán Hans Magnus Enzensberger durante sus viajes a la URSS de los años 60. Allí, en los patios de estas construcciones de material prefabricado, donde la única ley que imperaba era la de aquel que golpeaba con más contundencia, se fue forjando el fuerte carácter del hombre al que un día el destino convocaría para arrebatar a la nación rusa de la anarquía en la que se había sumido tras la descomposición del imperio soviético.

Citas en el ascensor

La biógrafa no autorizada -y exiliada- Masha Gessen cuenta en su libro El hombre sin rostro que ese día se metió en el hueco de un ascensor en desuso detrás de la oficina que ocupaba Putin a finales de los tormentosos años 90, el único lugar del edificio que creía a salvo de escuchas. Allí, el magnate Boris Berezovski -¡quién le diría después que acabaría exiliándose, considerado un indeseable por su propio patrocinado!-le explicaba las trifulcas que mantenían entonces el presidente Borís Yeltsin y Yevgueni Primakov, el primer ministro que le impuso el Parlamento y principal pretendiente a sucederle. Allí, en ese rincón de luz tenue, siempre según la periodista, el hoy difunto Berezovski acabó convenciéndole para que aceptara el puesto de primer ministro y entrara en la carrera electoral en ciernes para ocupar el Kremlin.

En el tenso periodo previo a aquellas elecciones, celebradas en 1999 (legislativas) y el 2000 (presidenciales), hubo de todo: atentados, guerras-relámpago, hasta orgías de fiscales generales filmadas y expuestas públicamente en hora de máxima audiencia. Y es que el país dejaba atrás la ignominia de los 90 y entraba en el nuevo siglo con paso decidido y un presidente presto a recuperar el terreno perdido.