Unas barbas, un grito

Los héroes de Sierra Maestra crearon escuela entre la izquierda de la época

ALBERT GARRIDO / BARCELONA

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¡Ah, la barba, aquellas barbas! Cada vez que se discute el prurito por distinguirse de los jóvenes de hoy, recuerdo aquellas barbas de ayer, aquella seña de identidad o declaración de principios, aquella proclama política. Los barbudos de Sierra Maestra tuvieron mucho que ver en ello: aquellas barbas a menudo desaliñadas de Fidel, del Che, de Camilo Cienfuegos hicieron escuela, casi convirtieron en una necesidad perentoria la aparición de vello en el rostro: sin él, pareciera que no era posible protestar, aunque fuera en silencio.

Acercarse a la imagen de los barbudos cubanos, unido a un pelo ostentosamente largo, hasta los hombros a poder ser, y optar por la trenca azul marino con capucha era alejarse de la estética dominante, de aquellos relamidos jóvenes de 'Los chicos del preu' (Pedro Lazaga, 1967, para más señas), tan irritantemente correctos, con chaqueta y corbata.

Salías de casa con la barba desafiante, el pelo crecido y la trenca abrochada con alamanes y unos a modo de tacos de madera o colmillos de lobo estepario, y circulabas con el uniforme completo para honda preocupación de la familia –“¡Qué le ha dado a este chico!”, con entonación final de suspiro lastimero– y muestras de complicidad de la pandilla. O del partido o de los compañeros de viaje que lo mismo echaban mano de Régis Debré que de Marta Harnecker ('Los conceptos elementales del materialismo histórico', Siglo XXI, 1969), un ladrillo que había que leer para estar por lo que había que estar entonces, cuando el general del espadón.

EL FRANQUISMO, DE PELO CORTO

Entiéndase bien: al régimen no le gustaban las barbas. El franquismo era de rasurado diario, de patillas cortas y pelo asimismo corto. Nada resultaba más reconfortante que distinguirse de aquellos tipos, aunque el precio fuese, en según qué momentos, ser un ciudadano bajo sospecha, pilosa al menos. Recuerdo un día de 1970, invierno creo, junto a la entonces plaza de Calvo Sotelo: unos grises paraban a los transeúntes que andábamos por los 20, solo a los barbudos y melenudos, y nos alojaban en el espacio o pasillo existente entre dos edificios. Allí nos tuvieron un rato, de pie y sin el DNI, hasta que la superioridad, la que fuere, dio por concluida la operación, y nos dejaron marchar sin darnos siquiera las buenas tardes, casi de noche a aquella hora.

Teníamos en el dormitorio un póster del Che, el más difundido, el de la boina y la barba copiosa, aquella barba que fue solemne a partir de otra fotografía para un sueño revolucionario: la del cadáver expuesto en un lavadero de Vallegrande, allá en la lejana Bolivia. Muchos años después, en La Higuera, donde fue asesinado el Che, una viejita de pergamino recordaba el día que llegó a la aldea custodiado por los soldados que lo apresaron: “Don Ernesto era guapo y estaba delgado. ¡Pero aquella barba…!” Entendí que le disgustaba que el héroe no se afeitara; imposible hacerlo, aunque hubiese querido, en la espesura de la selva indomable.

Cuando se analizan en este tiempo nuestro los significados del velo de las mujeres musulmanas vienen al recuerdo aquellas barbas, aquellos pelos, aquellos ajuares olvidados en los que podía leerse lo que sigue: no soy como ellos (la tropa dictatorial de aquí, el neocolonialismo de allí; los Estados Unidos de la guerra de Vietnam), quiero otra cosa, pienso otras cosas. Aquellas barbas, aquellos pelos, fueron una moda, pero también un programa, un grito.

*Por orden de aparición, Bigas Luna, director de cine, Antoni Gutiérrez Díaz, dirigente del PSUC, Francisco Candel, escritor, Lluís Maria Xirinacs, senador, George Moustaki, cantautor, Narcís Serra, exvicepresidente del Gobiernno, Alfons Carles Comin, diputado, Joaquim Maria Puyal, periodista, Eduardo Mendoza, escritor, Mick Jagger, cantante, José Montilla, expresidente de la Generalitat, Josep Lluís Carod-Rovira, exdirigente de ERC, y Pablo Castellano, político socialista.