La contienda

Tempestades de acero

Un soldado francés, durmiendo en una trinchera de la gran guerra.

Un soldado francés, durmiendo en una trinchera de la gran guerra.

XAVIER CASALS
Historiador

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«¡Qué horribles escenas contemplaron nuestros ojos mientras nos abríamos paso por aquella trinchera profunda y angosta! En un lugar [...] yacían, destrozados, alrededor de ocho cazadores alpinos [...] formando un enorme montón de carne y sangre humana; [...] Nos miraban con ojos sangrantes de dolor. [...] se nos estremeció el corazón cuando tuvimos que pasar por encima de ellos con nuestras botas con clavos». Este testimonio de un teniente, Walter Ambroselli, ilustra la dura guerra de trincheras.

Esta forma de combate cristalizó en los albores de la contienda. Iniciada en julio de 1914, Alemania llegó a las puertas de París apenas en un mes y el 2 de septiembre el Gobierno francés marchó a Burdeos. Pero ese mes los franceses contuvieron a sus adversarios en la batalla del Marne y  el frente occidental empezó a estabilizarse. Así, en 1915 una línea de trincheras se extendió desde el canal de la Mancha hasta Suiza.

UNA ZANJA DIVIDE EUROPA / Los alemanes iniciaron su construcción en lugares altos, fáciles de cavar y secos. En general, explica el historiador Ricardo Artola, cada trinchera tenía tres líneas. La primera era la más próxima al enemigo, que en ocasiones podía estar a apenas 10 metros. La segunda era de apoyo, para refugiarse las tropas de la primera en un ataque. La tercera, alejada, era de reserva. Su trazado era curvo o quebrado para limitar el daño de proyectiles que cayesen dentro o de fuego efectuado por asaltantes.

Los soldados debían realizar allí un mantenimiento constante (parapetos, letrinas), consumían alimentos fríos (la comida recorría largas distancias), convivían con abundantes ratas y piojos (transmisores de la llamada fiebre de las trincheras) y vivían entre hedores y una humedad dañina (podía provocar el pie de trinchera y conllevar la amputación.

LOGRO DE LA INGENIERÍA / Con el tiempo las trincheras devinieron «un impresionante logro de la ingeniería», según el historiador David Stevenson, ya que acogieron «hospitales, cuarteles, campos de entrenamiento, depósitos de municiones, parques de artillería y redes telefónicas, así como carreteras y canales para el ejército». Además, las conectaron al ferrocarril y ambos bandos construyeron cientos de kilómetros de vía para desplazar tropas. Así, en 1916 los franceses movilizaron 832 trenes durante las tres primeras semanas de la batalla de Verdún.

En estos combates la artillería fue decisiva. Los soldados aguardaban a que destruyera las posiciones rivales (los bombardeos causaron el 58% de las bajas militares del conflicto). Entonces un silbato de sus oficiales les avisaba de que debían abandonar sus trincheras y lanzarse al asalto de las del adversario, corriendo expuestos al fuego enemigo. En 1920 el escritor alemán Ernst Jünger tituló su testimonio del conflicto con una metáfora que describía con acierto aquel infierno: Tempestades de acero.

Hoy aún se sigue muriendo en algunos lugares del antiguo frente. El investigador Adam Hochschild indica que cada año se recogen en Francia 900 toneladas de munición del conflicto y desde 1946 han fallecido más de 630 expertos al desactivar explosivos. Según como se mire, pues, la Gran Guerra aún no ha terminado.