testigo directo

Sobrevivir a Hiroshima

En agosto de 1945, el presidente de EEUU Harry S. Truman decidió forzar la rendición de Japón y poner fin a la segunda guerra mundial lanzando bombas atómicas sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki. Setenta años más tarde, la historia parece haber relegado la decisión a un incómodo 'mal menor'. Ante la amnesia, dos supervivientes de la hecatombe recuerdan en el centro Delàs de Barcelona su calvario y la necesidad de abolir las armas nucleares.

campaña. La profesora Kuniko Kimura, en el centro Delàs de estudios por la paz, junto a un mapa de Hiroshima sobre el que va desgranando la geografía de la hecatombe. A la derecha, una imagen de la ciudad tomada por el Ejército de EEUU en noviembre d

campaña. La profesora Kuniko Kimura, en el centro Delàs de estudios por la paz, junto a un mapa de Hiroshima sobre el que va desgranando la geografía de la hecatombe. A la derecha, una imagen de la ciudad tomada por el Ejército de EEUU en noviembre d

KUNIKO KIMURA

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Es extraño decirlo así, pero aquel 6 de agosto de 1945 nos libramos de morir abrasados bajo el hongo nuclear porque mi madre tenía dolor de cabeza. ¿Increíble, verdad? En verano, en Hiroshima hace tanto calor que, entonces, los niños salíamos a jugar a la calle a primera hora de la mañana y al anochecer. Pero aquel día, mi madre estaba echada en la cama y no nos había preparado el desayuno. Así que, poco antes de las ocho y cuarto de la mañana -hora en la que estalló la bomba-, yo y mis dos hermanos estábamos revoloteando por casa cuando empezamos a oír el estruendo de un bombardero. Setenta años después, cuando veo u oigo un avión, todavía me viene a los oídos aquel rugido ensordecedor de los B-29 y los fogonazos de la evacuación.

Lo que vino después fue, como decía mi madre, «el puro infierno». Recuerdo que de golpe, tras los cristales, nos deslumbró un resplandor cegador y oímos una gran explosión. Mi hermano mayor se echó sobre mí y nos tiramos al suelo. La oscuridad era total. Cuando, al poco, levantamos la cabeza, vimos que una de las paredes había volado. La casa se estaba inclinando y podía derrumbarse en cualquier momento. Mi madre, a la que una teja le había herido en la cabeza, creyó que una bomba nos había caído encima y que era mejor salir de casa. En realidad, la bomba la habían lanzado a 1,7 kilómetros de allí. Todos los niños que, en la calle, nos esperaban para jugar murieron por la explosión y los rayos. ¡Fallecieron miles y miles de chavales!

Nada más abrir la puerta de casa ya vimos que aquello no había sido un bombardeo normal. Recuerdo sobre todo el silencio, que caía sobre nosotros como un bloque. Con mi madre y mis dos hermanos (mi padre estaba reclutado), empezamos a buscar refugio, a vagar sin rumbo entre escombros, vecinos y animales carbonizados. Las heridas y las quemaduras eran tales que resultaba imposible distinguir entre hombres y mujeres. Estábamos desorientados. Sin saber a dónde ir, seguíamos a la gente. De vez en cuando, alguien gritaba. Otros caían desplomados. En un momento dado, recuerdo que una niña, con todo el cuerpo abrasado y con apenas un pedazo de lo que había sido su ropa pegado a la cadera, vino hacia nosotros. «!Estoy ardiendo, ardiendo! Por favor, un poco de agua», nos suplicó. Y como mi madre había oído decir a los militares que dar agua a personas quemadas es el camino más rápido a la muerte, le dijo que tuviera paciencia, que fallecería si bebía. «Si mi madre estuviera aquí, me daría agua», gimoteó la niña. No podíamos hacer nada por ella y seguimos nuestro camino. Pero mi madre se quedó muy preocupada y enseguida regresamos en su busca. Ya estaba muerta. «Deberíamos haberle dado», dijo mi madre entre lágrimas.

Seguimos deambulando entre la devastación. Arriba y abajo. En círculos. Por la noche llegamos a una base militar. Al día siguiente, muy temprano, nos dirigimos a pie a casa de unos parientes que vivían a unos 24 kilómetros al norte de la ciudad. Yo era tan pequeña que los recuerdos se me emborronan, pero mi madre contaba que durante aquel largo camino que duró todo el día, mis hermanos y yo no parábamos de vomitar líquido amarillo. Y de llorar. Por lo visto, llorábamos todo el rato. Estábamos muertos de miedo. Todo a nuestro alrededor era terrorífico.

A menudo debíamos desviarnos del camino porque la carretera estaba llena de tejas, escombros y objetos calcinados que habían salido despedidos de las casas. Y, cuando no eran cascotes, eran cadáveres los que nos cerraban el paso. Cuando llegamos a casa de nuestros parientes sufrimos fiebres muy altas y diarreas severas. Todo aquello era muy extraño, pero, afortunadamente, sobrevivimos.

Las afecciones, sin embargo, no tardaron en llegar. No sabíamos nada de que la bomba era radiactiva y mi madre, casi a diario, volvía a la ciudad en busca de familiares y amigos. Acabó sufriendo una osteoporosis severa: tenía afectada la espina dorsal. Caminaba tan curvada que parecía jorobada. El dolor en la espalda aumentaba y aumentaba y sus últimos años lo pasó postrada en la cama. Mi hermano mayor, que una vez recuperado solía acompañar a mi madre en sus visitas a la ciudad, también empezó a sumar dolencias: osteoporosis severa, un infarto y afecciones en el riñón. Llegó un momento en el que se sometía a diálisis tres veces al día. Murió muy deteriorado. No tengo suficientes conocimientos sobre los efectos de la radiactividad, pero estoy segura de que si aquella bomba no hubiera caído, tanto mi madre como mi hermano habrían tenido una vida mucho mejor. Ellos y todos los demás, claro.

Dicen que 70.000 personas murieron aquel 6 de agosto. Y que, para 1950, ya habían fallecido otras 70.000. En aquel tiempo, había enfermedad por todas partes. Había muchos casos de neumonía. Gente que orinaba sangre. O que sufría extrañas manchas en la piel. Sin embargo, como se nos ocultaba la información, pensábamos que nuestra salud era muy débil, que el problema era nuestro. Ahora cuesta de entender, pero durante 10 años no  supimos la verdad. Sabíamos, obviamente, que había caído una bomba, pero desconocíamos los detalles. Solo había rumores. Se decía, por ejemplo, que durante 70 años allí no podría crecer ninguna planta. Pero no teníamos nada que comer y la gente empezó a cultivar hortalizas.

Además de a la radiactividad, también tuvimos que sobrevivir a los estigmas: pasamos a ser algo así como los apestados de Hiroshima. Hibakusha, nos llamaban, que quería decir persona bombardeada. Yo tenía una amiga que iba a casarse y los padres del chico no lo consintieron. «Por el bien de nuestros nietos, no permitiremos que nuestro hijo se case con una hibakusha», dijeron. Y lo cierto es que las secuelas aparecían de forma cruel. El hijo de otra amiga mía, por ejemplo, sufrió cáncer ya de mayor, y a la hija de su hija también le diagnosticaron el mismo mal cuando llegó a la universidad. La mujer siempre se sintió culpable por ser una hibakusha.

 

Yo estoy muy agradecida por haber podido disfrutar de una buena salud y de una vida decente, aunque también he arrastrado los miedos y la ansiedad que provocan el rechazo y el estar siempre pendiente de si aparece alguna enfermedad. Por eso, en el fondo de mi corazón, siento que es importante que los hibakusha, que nos hacemos viejos y ya no tenemos mucho tiempo por delante, recordemos al mundo la crueldad de las armas nucleares.

 

Hay quien dice que usar este tipo de bombas fue un crimen de guerra. Yo creo que, en realidad, todas las guerras son un crimen. Tanto dolor y tanta muerte. Pero sí es cierto que esta armas son diferentes a las convencionales: lo destruyen absolutamente todo y afectan muchísimo a los niños. EEUU suele decir que las bombas de Hiroshima y Nagasaki fueron necesarias para acabar la guerra. Pero seguramente sabían que Japón ya estaba muy debilitado. Así que, en mi opinión, creo que fuimos un experimento encaminado a averiguar si una bomba de este tipo podía destruir una gran ciudad.

 

Por supuesto que lo que nos pasó no me hace feliz, pero llega un momento en el que debes perdonar al enemigo. ¿Qué cosa positiva puedes sacar del odio? Hay víctimas que han pedido indemnizaciones al Gobierno japonés. A mí me bastaría con que EEUU reconociera el mal que nos infligió. Para que no se olvide jamás el poder devastador de las armas nucleares. Soy muy consciente de la delgada línea que separa la vida de la muerte -en mi caso una jaqueca de mi madre-, y ahora que estoy jubilada y que mis hijos ya son mayores, me he involucrado en la Asociación Chiba de Supervivientes de la Bomba Atómica para que no haya más hibakushas en ningún lugar del mundo. 

Transcripción: Núria Marron.

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