Análisis

Sin rumbo conocido

Uno de los murales pintados en el aeropuerto de Kuala Lumpur.

Uno de los murales pintados en el aeropuerto de Kuala Lumpur.

REYES MATE

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Coincide la desaparición de un potente Boeing 777, cargado de pasajeros y camino de Pekín, con el descubrimiento del eco que unas ondas dejaron tras de sí hace la friolera de 13.800 millones de años, instantes después del big bang con el que comenzó el universo.

Disponemos, por lo visto, de una tecnología capaz de algo tan increíble como detectar un rastro de movimientos producidos en la noche de los tiempos y no somos capaces de localizar el continente de ruidos que genera un avión de esas características con la lluvia de señales que emite el aparato y los de cada pasajero. No sabemos cuánta gente ha trabajado en el Centro de Astrofísica de Harvard, pero seguro que son insignificantes al lado de los sabuesos que tratan de ubicar el dónde y el cómo del desvanecimiento del avión malasio.

La contradicción entre lo que se supone que sabemos en asuntos de ciencia y tecnología y lo que ocurre es tan llamativa que hora es de preguntarse si sabemos tanto o únicamente parece que sabemos. Hay razones para sospechar que se vende mucho humo. Si uno habla con un bioeconomista y le pregunta en confianza si es verdad eso de que ese nuevo saber, que tiene que ver con mercantilización de la vida, puede sacarnos de la crisis, te despide con una sonrisa burlona; si la pregunta se dirige a un biólogo para saber si lo del plan b en antropología va en serio, también sonreirá. Y que no le dé a alguien por preguntar a un experto en reservas fósiles por el asunto de los carburantes, porque te dan ganas de vender el coche, tan pesimista en su predicción sólidamente argumentada.

El avión de la Malaysia Airlines ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de nuestros sistemas de control y seguridad en la navegación aérea. Se les puede burlar con poco. Podríamos entonces preguntarnos si el abastecimiento de agua, por ejemplo, en las grandes ciudades no es igualmente vulnerable. Preferimos no saber, pensando que alguien sí lo sabe y lo controla, pero en la sala de máquinas solo está uno de nosotros.

Los políticos han tomado nota de este no querer saber de la mayoría de la gente vendiendo seguridades que no existen o, lo que es peor, ocultando la verdad en asuntos mayores.

Esta crisis, por ejemplo, en vez de servir para empezar a hablar de la inviabilidad de un tipo de civilización que va al desastre, nos entretiene con vagas promesas de que volverán los viejos buenos tiempos. Puede servir de consuelo que alguien, dentro de miles de años, detecte alguna onda expansiva del bombazo terráqueo que podemos provocar si no ponemos remedio.

El Principito de Saint Exupéry nos tenía dicho que «lo esencial es invisible a los ojos». Se refería a «lo esencial», porque en lo tocante a lo que ocurre de tejas abajo conviene que sea transparente y no se nos oculte. El destino de esos 300 pasajeros, desaparecidos de momento y sin dejar rastro, no puede ser la metáfora de un mundo que navega sin piloto.

De momento, la única luz que guía los movimientos básicos del planeta Tierra es el interés, el poder o el beneficio o el dinero. Es el lenguaje que todo el mundo entiende. Eso puede que nos saque de la miseria, pero para llevarnos a la nada más absoluta, como diría Marx (Groucho, claro). Existe una leyenda malaya que habla de la tristeza de su dios por no ser tan bello como las montañas que él mismo había creado. No hay por qué aspirar a tanto. Basta con saber que pilotamos la propia nave y que queremos llegar al destino que hemos marcado. De momento, viajamos con el piloto automático.