Discreto y austero

El nuevo jefe de Estado italiano, de 73 años, católico pero no clerical, es inflexible en los principios

R. D. / ROMA

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La mayor crítica que divulgaban los opositores del nuevo presidente de la República antes del voto era que «en el extranjero nadie le conoce». Es decir, lo mismo que se podría decir de los jefes del Estado de GreciaIrlandaPortugal y otros países de la Unión Europea. Por lo demás, los elogios abundan: «Es un hombre hecho y derecho», «inflexible en los principios» y «poco hablador» en una época de comparecencias permanentes.

Mattarella, de 73 años y viudo, es el primer presidente italiano que procede de Sicilia, isla en la que se formó políticamente, bajo el paraguas de su padre y sobre todo de su hermano, desde aquel mismo día de 1980 en que ocho balas de un sicario de Cosa Nostra acabaron con su vida. Es católico, pero no beato ni clerical. No tiene pasiones, lo que podría ser un hándicap, más allá de su afición por los gatos persas, la montaña y el equipo del Inter, que sigue muy a la distancia.

En eso es un adversario de Silvio Berlusconi, patrón del Milan, aunque ya lo fue y de manera más sonora cuando Giulio Andreotti legalizó la ilegalidad de las tres emisoras televisivas de Mediaset (Berlusconi), que contrastaban con el pluralismo reclamado por la UE, por lo que Mattarella dimitió del cargo de ministro. Como titular de Defensa suprimió la mili obligatoria y reorganizó la Benemérita.

Cuando era adolescente, su hermano Piersanti, el que la mafia mató, le imponía el papel de árbitro, que es el mejor papel en una Italia de políticos pasionales. Principalmente con el horno lleno de las reformas aprobadas por el Gobierno de Renzi -consagrado hincha de la Fiorentina-, y a la espera de que el Parlamento se decida a aprobarlas.

A Mattarella le apodan el «monje laico», porque ama la vida solitaria y el silencio. Ayer, cuando tuvo que entrar en el Parlamento tras ser elegido jefe del Estado, llevaba siete años sin pisar las cámaras. Nadie le ha visto nunca bronceado, al contrario de Ciampi, porque el mar no le gusta y además de rechazar exponerse al sol, ni siquiera sabe nadar. Pasa las vacaciones en los Alpes del valle de Aosta, sufre el frío y en los meses invernales resulta más visible su enorme bufanda que su cara.

Entre sus aficiones figura la pintura y el arte contemporáneo, aunque su pasatiempo preferido es la lectura, mejor si se trata de libros históricos. Tiene seis nietos, todos en Roma, y juega con frecuencia con ellos, excepto los fines de semana, que los pasa en su Palermo natal, donde semanalmente un barbero le arregla la visible cabellera blanca que se toca con frecuencia.

Revulsivo anticorrupción

Algunos le llaman «el hombre gris», por el color de sus vestidos, corbatas y coche. Pero es muy probable que su inflexibilidad constituya un revulsivo, no solo contra las mafias que le asesinaron a un hermano, sino contra la corrupción politicoindustrial que reina soberana (según el Tribunal de Cuentas, esta lacra cuesta 60.000 millones al año a Italia) y sobre todo a favor de la modernización de un país que, desde su unidad (1870), no ha conseguido reunir nunca definitivamente a los varios reinos, ducados y marquesados anteriores.

Es probable que, como le sucedió al desconocido Sandro Pertini, a Carlo Azeglio Ciampi y al mismo Giorgio Napolitano, todos ellos lejanos y alejados de entrevistas y apariciones televisivas, el cargo infunda carisma a Mattarella. Si habla poco, deberá hacerlo. Si viaja en Panda, deberá aceptar el coche oficial y la escolta. Si es un «monje», deberá morar en el suntuoso palacio que fue de los Papas en el monte del Quirinale, que mal casa con su frugalidad.