Crimen de narcoguerra

La industria de la muerte  Mausoleos de narcos en construcción en el cementerio Jardines de Humaya, en Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, en el noroeste de México.

La industria de la muerte Mausoleos de narcos en construcción en el cementerio Jardines de Humaya, en Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, en el noroeste de México.

TONI CANO / MÉXICO

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Los ecos de los disparos de los militares que a finales de junio segaron la vida de 22 jóvenes en una bodega de Tlatlaya, entre los estados de México -vecino a la capital- y Guerrero, retumban casi tres meses después en los despachos del poder. Presionado por EEUU, el presidente mexicanoEnrique Peña, ha pedido a la fiscalía general que «dé respuesta a este tema» y el Ministerio de Defensa ha detenido a un oficial y siete soldados por lo que, afirma una testigo, fue una matanza. Julia recuerda: «Los paraban así, en hilera, y los mataban».

El parte de una narcoguerra que sigue aunque no se hable de ella recogía el 30 de junio: «Personal militar, al realizar reconocimientos en Tlatlaya, ubicó una bodega custodiada por civiles. Las personas abrieron fuego en contra de las tropas, quienes repelieron la agresión, resultando 22 agresores muertos». Los soldados detuvieron también a dos mujeres y liberaron a una supuesta «secuestrada». Encontraron además 38 armas, entre las que destacaban los fusiles de asalto de los presuntos secuestradores.

Una visita al ensangrentado almacén bastaba para poner en duda la versión oficial. La agencia Associated Press señaló días después: «Las manchas de sangre y los orificios de bala en los muros de hormigón plantean interrogantes acerca de si los sospechosos murieron en el enfrentamiento o después de que terminara». Ni la fachada tenía muestras de la habitual balacera o tiroteo ni, como señaló AP, había «evidencias de un enfrentamiento prolongado». Un vecino oyó golpes y disparos durante dos horas aquella madrugada.

«¿No que muy machitos?»

La semana pasada, la revista Esquire publicó las escalofriantes declaraciones de una testigo presencial a la que llamó Julia. Lo soldados atacaron la bodega, solo un joven murió en el breve enfrentamiento y los demás se rindieron. Julia narra: «Los muchachos decían que les perdonaran la vida. Entonces [los soldados] dijeron '¿no que muy machitos, hijos de su puta madre? ¿No que muy machitos?'. Así les decían los militares cuando ellos salieron [de la bodega]. Todos salieron. Se rindieron, definitivamente se rindieron».

Una joven de 15 años a la que Julia identifica como Erika Gómez -estudiante de secundaria en el pueblo vecino- quedó tirada en el suelo con un balazo en la pierna. «La mataron ahí mismo minutos después y también al muchacho que estaba a su lado», cuenta la testigo. «Les preguntaban cómo se llamaban y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que no lo hicieran, y ellos decían que 'esos perros no merecen vivir'». Tras el horror de un interrogatorio rápido, «los paraban así, en hilera, y los mataban».

Julia recuerda: «Estaba un lamento muy grande en la bodega, se escuchaban los quejidos». Varios soldados «se pusieron unos guantes» para poner a los jóvenes de pie, rematarlos con dos disparos en el pecho y dejarlos en posturas adecuadas al tiroteo. El enviado de Esquire, Pablo Ferri, deduce: «Los interrogan, los hieren y los matan uno por uno». Una serie de fotos filtradas ayer a la agencia MVT confirma esa otra versión; los expertos casi se ríen ante las formas como cayeron tanto las víctimas como las armas que supuestamente empuñaban.

Escenario manipulado

El criminólogo José Luis Mejía destaca que «ninguno de los cuerpos muestra el giro natural que se presenta al recibir un impacto de bala de grueso calibre». Y que también los fusiles de asalto de los sicarios fueron «plantados», perfectamente alineados con sus cargadores extra y los cadáveres. Las armas son negras y los cargadores son grises, señala Mejía, y «esos solo los utilizan los militares». La escena, en suma, «fue totalmente manipulada, con cuerpos sembrados y desaparición de evidencias».

Fuera de las cámaras, clavadas en la figura del presidente, la narcoguerra sigue. Solo el despliegue militar permite presumir al Gobierno de que la mayor parte del país es ahora «transitable». Apartada de las autopistas, la violencia sigue rampante y las oenegés denuncian el aumento de los secuestros, los feminicidios, las desapariciones de niños y jóvenes. Hace tres días, un diputado, Gabriel Gómez, del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), fue secuestrado a plena luz del día para reaparecer carbonizado junto a su chófer. Otros muertos ya ni se cuentan. A menos de que, como en el caso de Tlatlaya, retumben los ecos de los gritos y los disparos.