testigo directo

El martirio de los monjes de Argelia

En la noche del 26 al 27 de marzo de 1996, una milicia integrista irrumpió en el monasterio de Tibéhirine, en Argelia, y secuestró a siete religiosos que regentaban el lugar. El periodista Marc Marginedas, por aquel entonces corresponsal en el país magrebí, llegó hasta el escenario de los hechos y habló con algunos protagonistas. Francia ha reabierto el caso, pero la investigación apenas avanza por la poca colaboración de las autoridades argelinas.

las víctimas. En esta foto de 1989 aparecen seis de los siete monjes que fueron asesinados en el confuso caso que dos décadas después todavía se está investigando. A la izquierda, el autor de este artículo.

las víctimas. En esta foto de 1989 aparecen seis de los siete monjes que fueron asesinados en el confuso caso que dos décadas después todavía se está investigando. A la izquierda, el autor de este artículo.

MARC MARGINEDAS

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Sus pasos eran firmes, aunque su enjuta y menuda figura caminaba ligeramente encorbada. Vestía una túnica blanca cubierta por un escapulario negro -«los colores de los monjes cistercienses», puntualizaba- aunque su aspecto, casual, desaliñado, y acicalado con prendas que no casaban con el uniforme monástico oficial, pregonaba, casi a gritos, el «ora et labora» (reza y trabaja), mandato de la regla de San Benito que rige el día a día de quienes se integran en la orden religiosa de la Estricta Observancia. Más que a un monje dedicado a la contemplación, el estudio y la oración, lo que tenía ante mí, en aquella tarde de  marzo, en las montañas de Medea, al sur de Argel, era a un labriego de rostro ajado por los años, las inclemencias meteorológicas y el trabajo en la tierra, pero también bendecido con la virtud de la serenidad, capaz, con tan solo unas palabras, de transmitir bonanza a su interlocutor, sea quien sea, y bajo las circunstancias más terribles.

A ESTE monje de AVANZADA EDAD, sus conocidos y allegados se dirigían a él como el padre Jean-Pierre. Fue uno de los dos religiosos que, dos días antes, había driblado a una muerte segura, zafándose de ser tomado como rehén por una supuesta célula armada integrista -por aquel entonces la palabra yihadista no había sido acuñada por el estamento político-mediático internacional- perteneciente al Grupo Islámico Armado (GIA), la más sangrienta de las guerrillas extremistas que actuaban en el país magrebí. El secuestro múltiple acabó finalmente con el oscuro asesinato de sus siete compañeros rehenes, dos meses más tarde, hace ahora 19 años. En el 2010, una laureada película francesa, Des hommes et des dieux (De hombres y dioses), recuperó para el gran público los últimos años de vida de los moradores del monasterio de Nuestra Señora del Atlas en Tibéhirine, cerca de Medea, además de la historia de su martirio colectivo, haciendo hincapié en los interrogantes y dudas que penden sobre el suceso, cuestiones a resolver por una investigación judicial abierta en Francia que apenas avanza ante la escasa cooperación de Argel.

De regreso a los turbulentos años de la guerra civil argelina, y al escenario del secuestro, un enorme recinto vallado en las afueras de Medea, a tiro de piedra de los bosques del Parque Nacional de Chrea donde, por aquel entonces, se ocultaba lo más granado de la guerrilla fundamentalista en ese país, el padre Jean-Pierre parecía ser uno de los pocos que lograban mantener la paz de espíritu y la serenidad en los momentos inmediatamente posteriores al secuestro. Cuando apenas habían trancurrido 48 horas del incidente, quiso regresar al monasterio de Tibéhirine, escoltado por miembros de la Gendarmería, para recoger utensilios que se llevaría consigo, antes de abandonar definitivamente las montañas del Atlas y Argelia. Tal circunstancia hizo posible nuestro fortuito encuentro, de una media hora de duración, que se desarrolló entre las escrutadoras miradas de los gendarmes, indignados y sorprendidos por la presencia inesperada de un reportero extranjero en aquel rincón tan expuesto de la geografía argelina. Aquel día, había viajado hasta Tibéhirine para hacerme una composición de lugar del escenario del rapto, pero regresé con algo más relevante: una entrevista con uno de los testigos.

-Con la cantidad de gente que está rezando, es imposible que Dios no ablande el corazón de los secuestradores, me explicaba, en casi un susurro, mientras dábamos vueltas alrededor de una librería repleta de volúmenes en árabe y francés sobre historía, filosofía y temas islámicos, y escoltados ambos, a menos de un metro de distancia, por un malcarado uniformado, pendiente en todo momento de nuestra conversación.

A través de un ventanuco de la estancia bibliotecaria, se divisaba un pequeño huerto, que los monjes de la orden de la Trapa explotaban  en asociación con algunos vecinos.

-Todo lo que producimos nos los comemos o lo vendemos; los beneficios se reparten adecuadamente entre los demás asociados, continuó el religioso.

«El verano se acerca», suspiró finalmente el monje trapense, y con él la época en la que se iban a dedicar al cultivo del «tomate».

Pasaron dos meses, y contrariamente a los augurios de Jean Pierre Schumacher, Dios no ablandó el corazón de los secuestradores. En un fugaz boletín de noticias de mediodía, que reproducía el comunicado número 44 portando la rúbrica del GIA, la emisora marroquí Radio-Mediterranée Internationale informó de la ejecución de Christian de Cherge, Luc Dochier, Paul Favre Miville, Michel Fleury, Christophe Lebreton, Bruno Lemarchand y Céléstine Ringeard. Sus cadáveres -en realidad sus cabezas, porque el resto de los cuerpos nunca aparecieron- fueron hallados días después en los alrededores de la ciudad, no lejos de donde habían sido secuestrados, entre la consternación de la pequeña y baqueteada comunidad católica en Argel, que ya había perdido a algunos miembros como consecuencia del conflicto que enfrentaba entonces al régimen de los generales y a los grupos armados integristas.

La ejecución múltiple de siete religiosos católicos sacudió la conciencia mundial sobre la guerra argelina, uno de los conflictos más sangrientos pero menos mediatizados de la historia reciente, y llegó a movilizar hasta al Vaticano, que envió al país a un cardenal nigeriano, monseñor Francis Arenze, para pronunciar la homilía durante el funeral, oficiado días después de la terrible aparición de los bustos en la basílica de Nuestra Señora de África. «Esperemos que su muerte sirva de bendición para Argelia», proclamó Arenze tras las lecturas. «Dios es el dios de la vida y no de la muerte; nadie puede matar en nombre de Dios», concluyó.

Entre los asistentes al evento, circulaba de mano en mano una pequeña y profética carta, fechada el 1 de diciembre de 1993 y escrita por el padre Christian, uno de los asesinados, que rezaba lo siguiente: «Si llega un día en que soy víctima de la violencia que ahora afecta a todos los extranjeros que viven en Argelia, querría que mi comunidad, mi iglesia, mi familia, se acuerde de que mi vida ya estaba dada por todos y por este país; que sepan asociar esta muerte a tantas otras violentas como la mía, y que han caído en la idiferencia y el anonimato».

 

ENTRE LOS CONCURRENTES  a las exequias estaba el padre Amedée, el segundo de los monjes que pasó inadvertido a los secuestradores. Allí, en los aledaños de la basílica, situada en una colina cerca del barrio de Bab el Ued, feudo del integrismo islámico en aquellos años, el monje cisterciense recibía desbordado los pésames de diplomáticos y religiosos, enfundado en un desgastado jersey verde y sin poder comprender porqué los guardaespaldas llegados exprofeso desde Francia para proteger la  ceremonia sudaban sin cesar y se afanaban en hablar a través de sus walkie talkies. Él, que durante meses había convivido, casi puerta con puerta, con los insurgentes argelinos, no parecía comprender la razón de tan aparatoso dispositivo securitario.

Han transcurrido 19 años de aquellos sucesos, pero el martirio de los monjes trapenses sigue acaparando interés. En Argelia, el caso está cerrado y la culpabilidad recae sobre el GIA, liderado entonces por el ya difunto Djamel Zituni.

Es en Francia, país de origen de los religiosos, donde han surgido las dudas. En el 2002, Canal Plus y Libération publicaron una serie de entrevistas con agentes arrepentidos del Departamento de la Inteligencia y la Seguridad argelino (DRS, por sus siglas en francés), que sostienen que el secuestro fue ordenado por Argel y materializado a través de sus agentes infiltrados en las milicias del GIA, con el objetivo de desacreditar a la insurgencia islamista ante la opinión pública internacional. Una tercera versión, que maneja el general François Buchwalter, entonces responsable de Defensa de la delegación francesa, parece salvar la cara a todo el mundo: los monjes murieron ametrallados por un helicóptero que atacaba a la milicia que los retenía, y el Ejército argelino quiso tapar el desaguisado presentándolo como una ejecución por decapitación.