La disparidad económica de EEUU

Las dos orillas de la desigualdad

CASA DE RICO, CASA DE POBRE 3 Arriba, Jane Oswald, matriarca de una familia de grandes agricultores de Lake Providence; abajo, Sophia Gilmore, que malvive con trabajos precarios en el mismo pueblo de Luisiana.

CASA DE RICO, CASA DE POBRE 3 Arriba, Jane Oswald, matriarca de una familia de grandes agricultores de Lake Providence; abajo, Sophia Gilmore, que malvive con trabajos precarios en el mismo pueblo de Luisiana.

RICARDO MIR DE FRANCIA

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El mural pintado sobre la espalda del edificio se puede leer como un manifiesto de terapia motivacional. Es un juego de scramble, del que salen palabras como unidad, respeto, perdón, cambio y esperanza. Pero los buenos propósitos no bastan para alterar la realidad en este rincón del sur de Estados Unidos bañado por el río Misisipí. El pueblo necesita algo más que terapia. La revista Time lo designó en 1997 como el lugar más pobre de Norteamérica. Y la CNN dijo el año pasado que tenía las mayores desigualdades económicas del país. Está partido entre ricos y pobres. Entre blancos y negros. Entre las dos orillas del lago.

William Faulkner escribió: «El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado». Y esa idea impera como una maldición inmutable en Lake Providence, un pueblo del noreste de Luisiana de menos de 4.000 habitantes, pegado a la frontera con Arkansas y Misisipí.

ESTUDIAR EN COLEGIOS SEPARADOS / Como sucede en otras localidades del sur, blancos y negros viven en gran medida separados, medio siglo después de que la ley de derechos civiles acabara sobre el papel con la segregación racial. El lago ejerce aquí de frontera. Los negros viven al sur; los blancos, al norte. Rezan en iglesias distintas y estudian en colegios separados.

Sophia Gilmore vive al sur del lago, en una casa de protección oficial a la sombra de una fábrica de semillas y una autocaravana chamuscada. Tiene cuatro hijos y 28 años. Su pareja la abandonó. Está sola.

Sophia ha trabajado toda su vida en restaurantes de comida rápida, los pantanos de la precariedad extrema. Nunca ha tenido vacaciones pagadas, ni baja por maternidad y, hasta la reciente puesta en marcha de Obamacare, ni siquiera seguro médico. Por no tener no tiene ni cuenta bancaria para meter los 600 euros que gana al mes sirviendo desayunos con un contrato de media jornada. «Vivo al día, de cheque en cheque. Busco otros trabajos, pero me dicen que no contratan. Es duro, a los niños hay que decirles casi siempre que no», dice mordiéndose el labio, con un gesto de niña que se ha hecho mayor antes de tiempo.

UN ASUNTO INCÓMODO / Según el coeficiente Gini, EEUU tiene las mayores disparidades económicas del mundo industrializado. Y Lake Providence supera con creces la media del país. El 5% de los hogares más pobres ingresan menos de 5.000 euros al año; el 5% más rico, más de 435.000. La clase media prácticamente ha desaparecido y más de la mitad de la población es pobre.

El estigma duele y ofende. Pocos quieren hablar del tema. El alcalde dio largas a este diario tras media docena de llamadas solicitando una entrevista. En el Country Club, donde la élite blanca juega al golf y sorbe cócteles, nos colgaron el teléfono. Igual que hizo el jefe de la policía judicial al preguntarle si la estructura económica había cambiado desde los tiempos de la segregación.

«Si ha cambiado es a peor», responde tajantemente Cleo Brown, autora de Witness to the thruth, una historia de la lucha de los derechos civiles en Lake Providence. «Durante la segregación, los negros comerciaban con los negros, tenían empresas y su propia economía. Pero ese sistema se desmoronó con la integración». También aquí la resistencia al cambio fue brutal. Su padre fue tiroteado tras liderar la campaña para reclamar al derecho al voto de los negros en el noreste de Luisiana, una conquista que se demoró hasta 1962.

GENEROSOS SUBSIDIOS / Brown recuerda las cruces del Ku Kux Klan a la entrada del camino que llevaba a su casa. O el boicot impuesto por la jerarquía blanca al agricultor que acompañó a su padre hasta Washington para testificar en la Comisión de Derechos Civiles de Robert Kennedy.

«Toda esta gente sigue en el pueblo. Nunca tuvieron que pagar por las cosas malas que hicieron. Así son las cosas aquí», dice Brown.

Con el tiempo llegaron los primeros alcaldes negros, pero ni siquiera el relativo reequilibrio del poder político sirvió para alterar la estructura económica. Casi toda la tierra sigue hoy en manos de la minoría blanca, que además recibe generosos subsidios del Estado para cumplir con las cuotas de producción. Pero el algodón, el maíz o la soja hace décadas que no generan empleo debido a la mecanización. Eso ha hecho que la prisión sea el mayor contratista del pueblo. Clientes no le faltan. «Tolerancia cero», se lee en el capó de los coches de policía.

Sin apenas horizontes, los mejores estudiantes negros se marchan en cuanto pueden. «Si se marcha el talento, la disparidad se acentúa», dice Ricky Taylor, el director del instituto público. Todos sus alumnos -menos uno- son negros. Los blancos estudian en el centro privado, abierto en 1970, seis meses después de que un tribunal ordenara integrar racialmente los colegios.

«ÉTICA ESTAJANOVISTA» / En la orilla norte del lago, la de las villas exquisitas y los jardines inmaculados, la desigualdad se atribuye fundamentalmente a un problema cultural y moral. «El problema de la comunidad negra es que no hay suficientes padres que eduquen a sus hijos para alcanzar su potencial», cuenta Jane Oswald, la matriarca de una familia de grandes agricultores, que hizo su fortuna gracias una «ética estajanovista del trabajo».

Su amigo Grady Brown, dueño de una de las contadas fábricas del pueblo -dedicada a las salsas picantes- es menos diplomático. «La gente de este pueblo no quiere estudiar, prefiere vender drogas o vivir de los subsidios del Estado», afirma junto a un mapa del mundo con sus viajes marcados con chinchetas.

Lo cierto es que sin las ayudas estatales y la caridad de varias iglesias, ni Sophia Gillmore ni sus cuatro hijos sobrevivirían. En su caso, el viaje más largo que ha hecho son cien kilómetros. Pero tiene claro cuál es su sueño. «Irme de aquí», afirma secamente.